Las perplejidades de Salamou
El Correo, , 30-11-2008S alamou es un alumno que se ha incorporado, una vez empezado el curso, a un instituto de la red pública del País Vasco. Uno de esos alumnos de los denominados «de incorporación tardía». Venía de Alicante, donde había perfeccionado el español en un aula de acogida, y anteriormente de un campamento de refugiados del Sáhara ex español, cerca de Tinduf, en Argelia. En la Delegación le explicaron que por zona, por proximidad con la casa de su tía – vive con ella, pues es huérfano – le correspondía ese centro de modelo A y no se preocupó de saber nada más. Le pareció bien: ahí estudian sus primos, y además en el instituto están matriculados mas de cien alumnos extranjeros como él, procedentes de treinta países distintos.
Se incorporó en un curso de ESO y no tuvo problemas, pues en el Sáhara había estudiado en español y árabe. Estaba muy contento en su centro pues tenía comedor, gimnasio, refuerzos lingüísticos… era la envidia de sus amigos del Sáhara. Les contó que en el instituto se había hecho amigo de gente de muchas partes del mundo: Lituania, Rumanía, Colombia; con compañeras de este último país había mejorado su español. Le gustaba el ambiente multicultural del centro. En los pasillos, además de español, se oye hablar portugués, árabe e inglés. También llegan alumnos americanos, aunque a estos, curiosamente, no les llaman inmigrantes. Además, la mayor parte asiste a clases de euskera en distintos niveles y grupos más reducidos que los del grupo común.
En el centro también le había ocurrido algo inesperado: él, saharaui, había trabado una cierta amistad con una compañera marroquí. Aunque hablan dialectos distintos y pertenecen a países enfrentados, se habían hecho amigos pues les tocó interpretar una película intercultural con la que ganaron un premio.
Sin embargo, a pesar de todo, al cabo de unas semanas empezó a sentirse raro. Resulta que formaba parte de un grupo «minoritario», pues así llaman en el lenguaje políticamente correcto a los inmigrantes. Y él sin enterarse. De hecho empezó a observar y se dio cuenta de que apenas había alumnos de aquí (autóctonos, o como les llamen) y que casi todos sus compañeros eran de ‘fuera’, de otros países. También había alumnos que llegaban de algún pueblo o de otras comunidades y algún alumno gitano. El resto eran alumnos que procedían ‘derivados’ de los colegios privados cercanos.
Él, que era bilingüe y que hasta entonces había creído estudiar en un centro intercultural y multilingüe, resulta que se entera por una entrevista con un tal Tontxu, el máximo responsable de Educación, de que estaba estudiando en un gueto escolar.
Salamou intuía el significado de la palabra pero, por si acaso, consultó su diccionario: ‘Gueto (voz italiana) m. Barrio habitado por judíos o reservado a las comunidades judías. También se aplica a toda zona de una ciudad habitada por una minoría’. No se lo podía creer. Él, que hablaba árabe y que era musulmán, estudiaba en un centro reservado para judíos. No podía ser. Salamou dedujo que la palabra estaría mal empleada, en esa acepción. Se referiría al segundo significado. En ese caso podría tener sentido aunque, bien pensado, los alumnos de habla árabe en el centro eran una mayoría dentro de la ‘minoría’ de inmigrantes. Y si se consideraban en conjunto, los alumnos de origen extranjero eran casi la mitad del alumnado del centro. Salamou no entendía nada. ¿Por qué los responsables llamaban ‘guetos’ a los centros educativos en los que había un número elevado de alumnado inmigrante?¿Por qué utilizaban ese tono despectivo cuando, teniendo en cuenta su diversidad, funcionaban razonablemente bien? ¿Sería que nadie era responsable de las normas que regulan el acceso a los centros de todo tipo de alumnado? ¿Que todo se explica por el efecto llamada y el efecto huida? ¿O por las leyes de la oferta y de la demanda?
ería difícil para Salamou entender todos los factores que se entrecruzan y que explican que esto funcione así y no de otra manera. Por qué este tipo de centros se dan principalmente entre los de la red pública. Por qué, si todos están financiados con fondos públicos, presentan cifras de alumnado inmigrante tan diferentes.
Pues los resultados no pueden ser más elocuentes. En Vitoria había, en el curso 2007 – 08, 17 centros con más del 20% de alumnado inmigrante, y en cuatro de ellos sobrepasaban el 50%. Pero, el resto, la mayoría de la red privada, no llegaban, excepto uno, al 10%. Se daba el caso de algunos centros que no tenían apenas alumnado inmigrante: uno de la red privada de 833 alumnos sólo contaba con 2 alumnos inmigrantes. Otro de 1.220 alumnos únicamente tenía 20. Y no sólo pasaba con los centros de la red privada: dentro de la pública había varias ikastolas donde el alumnado inmigrante no llegaba al 1%.
La cuestión del reparto de alumnado no se explica por ningún tipo de actitud de rechazo previo por parte del profesorado. De acuerdo con diferentes estudios, éste no manifiesta una actitud desfavorable al alumnado inmigrante, sino todo lo contrario, siempre que se haga de la manera adecuada y sin crear desequilibrios. En muchos centros hay profesorado preparado en temas interculturales. El profesorado de la privada, probablemente estaría bien dispuesto a que se repartiera el alumnado extranjero, sobre todo si esto fuera unido a que se igualaran las condiciones laborales con los de la pública.
Salamou debería saber que el País Vasco es un caso particular en Europa y tal vez en el mundo, pues es el único espacio educativo en el que la oferta privada – excepto en infantil – supone más del 50% de la oferta educativa total. Además se ve afectado por el bilingüismo en sus diferentes grados de implantación, según los territorios. Se da pues una serie de factores que tienen que ver tanto con el tema del reparto entre redes como entre los modelos lingüísticos. A lo que se añade, por acción u omisión, la política educativa de la Administración en el tema de la distribución del alumnado.
La llegada del alumnado inmigrante no ha hecho más que acelerar la tendencia hacia los desequilibrios que propiciaba toda la normativa referente a la elección de centros y el reparto de estos por zonas escolares. Dentro de esta normativa está el mapa escolar que ha puesto a competir por el alumnado a los centros en muy diferentes condiciones. Por otra parte las comisiones de escolaridad no han funcionado como tales, en el sentido de que hubiera habido representantes de otros sectores, distintos de la Administración. Las pocas normas que había para corregir los desequilibrios entre redes (poder aumentar el número de alumnos por aula en caso de inmigrantes de incorporación tardía) no han funcionado. Y, sobre todo, el supuesto derecho de los padres (autóctonos e inmigrantes) a elegir centro parecía superponerse sobre los derechos de los alumnos a gozar de una efectiva igualdad de oportunidades educativas.
A veces se confunde la mera escolarización con el derecho a la educación y son los poderes públicos, es decir los responsables educativos, los que deben de garantizar que todos los alumnos, independientemente de su origen social, económico, cultural, lingüístico o étnico gocen de una educación en igualdad de condiciones. Y que todos conozcan la realidad intercultural.
Lo que la llegada del alumnado extranjero ha venido a mostrar es que en el País Vasco, con dos redes y tres modelos, es uno de los más complejos de Europa y necesitaría el consenso de la mayor parte de las fuerzas sociales en la estructuración de un sistema renovado que recoja las aspiraciones de la mayor parte de la sociedad.
En fin, Salamou podría preguntarse cuándo podrá dejar de hacerse preguntas sobre el sistema educativo del País Vasco y dejar de lado su perplejidad. La respuesta, después de todo lo expuesto, no sería fácil, pero seguro que de alguna manera las cosas cambiarían si cambian los que cambian las cosas.
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