"Dios vive en las afueras y sin papeles"

El conocido cura obrero de Entrevías Enrique de Castro participó recientemente en una conferencia en Iruñea. Ante un auditorio de medio millar de personas, repasó su experiencia de una iglesia alternativa con una interpretación del Evangelio asambleario desde los arrabales.

Deia, 29-11-2008

EnRIQUE de Castro es un personaje mediático que habla con un lenguaje claro y cercano. El aplauso cerrado con el que le correspondieron los más de 500 asistentes a su charla en el Foro Gogoa fue una muestra de su capacidad para conectar tanto en las distancias cortas como ante una asamblea. De hecho, Enrique de Castro practica una cristianismo asambleario con el ser humano como centro de una fe en la que trata de recuperar lo que, en su interpretación, fue el mensaje original de Jesús.

Su amplia trayectoria avala la coherencia con su discurso. Nació hace 56 años en el madrileño barrio de Salamanca. Fue ordenado sacerdote en 1972. Aterrizó por voluntad propia en las trincheras del sur de Madrid siguiendo la estela del Padre Llanos y se convirtió en cura obrero como taxista. Él y otros trataron de anunciar y poner en práctica un Evangelio que, para poder ser asumido como buena nueva en un medio de precariedad y pobreza, tendría que ser experimentado como integralmente liberador. El curso pasado, por diversas circunstancias, la iglesia parroquial de San Carlos Borromeo, en Entrevías, salió incluso en los telediarios. Allí vive, en comunidad o asamblea permanente con ocho personas venidas de la marginalidad. A continuación se repasa, con sus palabras, la trayectoria de ese sacerdote que quedó con Dios en las afueras. Y lo encontró.

los inicios

El viaje iniciático del seminario “en conserva” de Comillas a las barriadas duramente vivas de Vallecas

Enrique de Castro ingresó en el seminario con 17 años. “Allá no encontré el Dios que buscaba. Era todo muy reglamentado, un mundo en conserva, aislado casi de la realidad. Con 21 años decidí irme y cuando me ordené sacerdote, en 1972, pedí ir a Vallecas. Aquello me deslumbró. Coincidió con el final del franquismo. Era un barrio obrero, una gente que luchaba por la subsistencia. Eran personas inmigrantes que habían venido de otras zonas del Estado, especialmente de Andalucía. Vivían en chabolas, en la calle. Acostumbrado a pedir cita para entrar en una casa estaba sorprendido de encontrarme con las puertas abiertas. Eso sí, también te decían lo que pensaban, para lo bueno y para lo malo, sin miramientos. Eran gente que iba de frente”, recuerda De Castro. “Tuve además la suerte – recuerda – de encontrarme con una serie de los llamados curas obreros. Sacerdotes que creían que no había que vivir de la Iglesia sino del trabajo, como los demás. Trabajaban en fábricas, de taxistas, de pintores de brocha gorda… Asistí a las primeras manifestaciones por las libertadas, la Policía se infiltraba hasta en los cursos de cocina que organizábamos con mujeres, conocimos la clandestinidad… Era un mundo que bullía y allí tuve mi primer encuentro con una nueva manera de entender a Dios. Nos dimos cuenta de que había que cambiar la vivencia de lo religioso. Teníamos que adecuar el Evangelio a lo que la gente vivía o de lo contrario se quedaría descolgado de la realidad. Así surgieron las eucaristías dialogadas. Hablábamos de todo, de lo que le preocupaba a los vecinos y vecinas, de política… Esto atrajo a la parroquia a muchos que no la habían frecuentado nunca y también hizo que otros se apartaran pero estaba claro que el punto de encuentro no era el templo sino la calle, los bares… Descubrimos que había que desmitificar lo religioso para dejar paso a esos valores naturales de solidaridad, de lucha que practicaba aquella gente. Jesús también había luchado por las libertadas y la justicia. Murió por ello, con los perseguidos. Estaba claro que había que vivirlo así”, explica mientras reconoce que se “enamoró” sin remedio de Vallecas, “de aquella gente, y empecé a entender un Evangelio mucho más cercano a la vida”.

años 80

Una luz entre la heroína: de yonquis sin salida a protagonistas de movimientos juveniles

En los años 80, Enrique de Castro cambió de parroquia pero no de compromiso. Su nuevo destino también era una zona muy deprimida donde tomó contacto con un nueva realidad. “Llegaron a nuestra puerta un grupo de jóvenes que pedían ayuda. Dormían en la calle o en coches y los acogimos. Era la época de la heroína, con todos sus problemas asociados. Conocimos comisarías, cárceles, centros de menores… Vivimos de cerca el tremendo mundo de la persecución y de la droga. La heroína era una trampa para adormecer a una juventud potencialmente luchadora. Me dolió y preocupó que otras personas con las que trabajamos nos dijesen que ellos no iban a entrar en la iglesia si estaban ellos. La gente tenía miedo. Yo decidí no irme y quedarme con ellos. El obispo me mandó a Entrevías y seguimos trabajando con los chavales. Llegaron también sus familias pidiendo ayuda. No sabíamos qué hacer. La noche era muy larga, era su espacio, y normalmente acababa en comisaría o en el juzgado de guardia. Los propios chavales probaban nuestro aguante, pero al final descubrimos otra faceta de Jesús. Él también se fue a las afueras, se hizo alegal, sin papeles, con los alegales. Esos jóvenes no tenían ninguna experiencia religiosa, eran tabla rasa en ese sentido. Pero encontraron un sentido y yo también. Me di cuenta de que las religiones habían quitado la fe al ser humano. Nos habían dicho: no creas en ti, sino en Dios, que te salvará. Y no. Esta expropiación no tiene sentido. Dios es otra cosa. No es alguien que te anula, sino quien precisamente tiene fe en ti para que uno la tenga en sí mismo. Tener fe para crear, luchar, continuar su tarea… Al darnos cuenta de esto y trabajar juntos nos hicimos fuertes. De aquellos jóvenes sin salida surgieron muchos focos de lucha contra la criminalización de la pobreza. Esto nos llevó a guerrillas como la ocupación de la Bolsa de Madrid, la Catedral…, siempre para llamar la atención sobre nuestras causas. Coincidimos con insumisos, okupas… Surgieron redes sociales”.

la tercera parada

De la inmigración a una visión ecuménica de la religión desde la coincidencia de las bases

En un proceso social y temporal lógico a nadie le podía extrañar que Enrique de Castro se implicara en un fenómeno emergente y a veces también condenado a la exclusión y la marginalidad como la inmigración. “Yo que había conocido esa primera inmigración estatal de Vallecas vi ahora focos importantes de musulmanes sin raíces, si papeles… Curiosamente acabaron viniendo a nuestras eucaristías. Les invitamos a leer su Corán, a traducirlo y ellos se sumaban al Padrenuestro. Todos están invitados a la mesa de Jesús. La gente se apunta a esto. Puede hablar y escuchar. Deberíamos llevar la vida a las parroquias y hablar. No sirve el silencio o que sólo hable el cura: Yo soy musulmán, pero mi iglesia es ésta, llegaron a decir”. Enrique relata una anécdota ilustrativa: “En una ocasión, vieron al obispo en una visita pastoral. Ellos le preguntaron por qué vestía así y por qué los jefes de nuestras religiones nos separan y enfrentan cuando aquí trabajamos juntos por los papeles, por un techo… La verdad es que la propia liturgia y ropaje en la Iglesia separa también a sus autoridades del pueblo. Nosotros abogamos por una fe sin intermediarios. Ya dijo Jesús que a ese Dios al que llamaba papá no lo encontrarían en el templo. La fe no es que yo crea en Dios sino que Dios crea en mí, que me diga: ánimo, tú puedes. ¿Por qué no volver a los orígenes? Éste ha sido mi descubrimiento”.

“La fe no es creer en Dios, sino que Dios haya creído en mí, que me diga que yo puedo”

“La Eucaristía es la mesa de Jesús; se debe hablar, no sólo escuchar a un cura en silencio”

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