Miriam Makeba en Sants
La Vanguardia, , 11-11-2008La muerte de Miriam Makeba me lleva de vuelta, de golpe, a mi juventud en las calles de Sants. Al enterarme de la noticia me he acordado de mí mismo, con catorce años, regresando a casa de la escuela donde estudiaba durante el verano lo que había suspendido en junio, en el instituto. Era por la tarde. Iba por la calle Miracle y cantaba para mis adentros “A sat wuguga sat ju benga / sat siii pata paata… / A sat wuguga sat ju benga / sat siii pata paata…”, una y otra vez, coros incluidos (me los hacía yo mismo). No sé si las letras que escribo repetidas tienen que estarlo. Desconozco la lengua xhosa y las pongo tal como las memoricé de la voz de Miriam Makeba.
Eran unos años – los sesenta- en los que la homogeneización de la música joven nos llevaba a creer que el mundo entero iba a ser ya únicamente anglosajón, y el máximo debate posible que si Beatles o si Rolling Stones. De capa caída los festivales de música melódica que se celebraban en el Mediterráneo (en los que oír cantar en italiano, francés o griego era habitual) parecía como si el rock marcase el único paso que seguir. Y de pronto apareció aquella cantante, con una pieza nada rockera, pero alegre, pegadiza y obsesiva. Una cantante, además, de Sudáfrica, un país que quedaba lejísimos y donde aún existía algo parecido al esclavismo que estudiábamos en los libros de historia, un país donde el apartheid dividía a los ciudadanos en función de la mezcla porcentual de razas que las venas de cada uno llevasen. Miriam Makeba tenía treinta y pocos años entonces. Supimos que – harta de la vigilancia policial a la que estaba sometida- había abandonado su patria años antes. Supimos que denunció al Gobierno sudafricano ante las Naciones Unidas, y que eso hizo que le retirasen el pasaporte y la nacionalidad. Vivió treinta y un años en el exilio.
La recuerdo con aquellos treinta y pico años y una cinta de colores en el cabello. Llegaría después el renacer de la música popular, el reconocimiento de que no hay música sin raíces, que incluso el rock (que entonces nos parecía el único Dios posible) las tenía. Pero, a muchos púberes inocentones, Miriam Makeba fue quien nos lo dijo por primera vez, aunque de Pata pata sólo fuésemos capaces de entender los dos pequeños fragmentos que recitaba en inglés: “Pata pata is the name of a dance / we do down Johannesburg way. / And everybody starts to move as soon as / pata pata starts to play…”. Etcétera. Sólo ahora he sabido que, en xhosa y en zulú, pata significa tocar,y que, por eso, al bailar pata pata los dos bailarines se tocan el cuerpo entero uno al otro, alternativamente, siguiendo el ritmo de la música. También he sabido ahora – ¡cuarenta años después!- que, por extensión, en el argot de Soweto y de otras zonas de Sudáfrica, pata pata significa además follar.Lástima no haberlo sabido ya entonces, a los catorce.
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