El factor racial
El Correo, , 04-11-2008A estas alturas de todos hemos interiorizado la idea de que estamos ante unas elecciones ‘históricas’. Aunque éste es un concepto que los medios de comunicación y los analistas políticos aplican a veces prematuramente a más de un acontecimiento o proceso que luego la Historia recoloca en su lugar, en el caso de estos comicios, los de mayor dimensión planetaria de nuestro tiempo, es rigurosamente cierto. Ahora bien, todavía no sabemos en qué sentido. Podemos afirmar ya que han representado un doble desafío histórico al mito de la igualdad que cimienta el código identitario de una sociedad, la estadounidense, que se concibe a sí misma como la más igualitaria del mundo; doble porque por vez primera una mujer y un afroamericano han tenido posibilidades reales de llegar a la Casa Blanca. Pero aún es pronto para calibrar todo el alcance de esta etiqueta, ‘elecciones históricas’; el contenido preciso que tendrá dependerá del resultado final de las mismas. Es evidente que si contra todo pronóstico gana McCain, lo ‘histórico’ tendrá más que ver con la presencia en las primarias por primera vez en la historia de Estados Unidos de una mujer, Hillary Clinton, con verdaderas posibilidades de ganar la presidencia, marcando así un hito en una de las revoluciones clave de nuestro tiempo, la de la mujer. El ‘huracán’ Obama quedará entonces transformado en otro eslabón, significativo desde luego, de la larga lucha por los derechos civiles de la población negra, tras el que representó el reverendo Jesse Jackson en 1984 al convertirse en el primer afroamericano que competía en las primarias (demócratas) como candidato a presidente de Estados Unidos.
Aunque Obama no haya enarbolado abiertamente esta bandera de los derechos civiles, que habría disminuido sus posibilidades de victoria en determinados Estados, el componente racial de su candidatura es incuestionable no sólo desde el punto de vista histórico. Importa y mucho a efectos estrictamente electorales. Es significativo en este sentido que sus asesores hayan subrayado la mitad blanca de su sangre haciendo presente a su madre en la campaña. O que para calibrar la exactitud de los sondeos se hable del ‘efecto Bradley’, es decir, la sobreestimación del apoyo a un candidato negro por resultar políticamente incorrecto expresar rechazo a su candidatura en una encuesta, o del ‘Bradley inverso’, la subestimación en aquellas zonas donde es socialmente aceptable tal rechazo. También que salte a la palestra pública una representante de ‘la otra’ familia McCain, Lillie McCain, descendiente de los antiguos esclavos de los antepasados del actual candidato republicano y activista de la lucha por los derechos civiles, pidiendo el voto para Obama en la CNN porque «es la mejor persona para el cargo en este momento de nuestra historia». Incluso, aunque con otros matices, es significativo que Obama esté buscando el voto latino, tratando para ello de romper la arraigada desconfianza e incluso rivalidad entre las dos minorías más importantes de Estados Unidos. Todo un desafío al poder blanco, aunque no se plantee en estos términos. Si gana Obama, el patrón WASP (White, Anglosaxon, Protestant) que ha venido expresando la esencia de la americanidad y definiendo a los presidentes de Estados Unidos de América desde sus orígenes – o más exactamente WASPM (… Male), pues todos han sido hombres – quedará por primera vez claramente superado (Kennedy, católico, no cuenta).
ue con el final de la guerra civil, la Guerra de Secesión norteamericana, cuando quedaron sentadas las condiciones necesarias para que arraigara el código de identidad nacional que había comenzado a elaborarse en el siglo XVII con la llegada de los primeros colonos a Nueva Inglaterra. Se abrió entonces el proceso de homogeneización cultural de los estadounidenses, pero con el coste de la derrota de los valores del Sur. Aunque la distorsionada imagen que tenemos de la guerra – construida ya durante la contienda por la propaganda nordista y más tarde reproducida y amplificada por la maquinaria hollywoodiense – incluye entre esos valores el racismo, lo cierto es que el Norte triunfante no era tan distinto del Sur en aquel entonces; ambas eran sociedades profundamente racistas en las que el patrón WASP marcaba la esencia del americanismo. Y aunque tras la guerra fueran introducidas sendas enmiendas a la Constitución que extendían la ciudadanía a la población negra (1868) y garantizaban el ejercicio de los derechos civiles (1870), durante mucho tiempo fueron letra muerta en no pocos Estados. Porque la guerra solucionó el problema de la esclavitud pero dio inicio en ellos a lo que se ha denominado el ‘problema negro’: la exclusión sistemática y violenta de la población de color de los derechos inherentes a la condición de ciudadanía, algunos tan básicos como el acceso igualitario a la educación o al uso de los servicios públicos.
En los años veinte la comunidad negra comenzó a responder a esta violencia, recurriendo a partir de entonces a distintas estrategias que en su faz más pacifista encarnó Martin Luther King y en su cara más violenta los ‘Black Panthers’. Todavía en agosto de 1965 tuvo que ser promulgada una ley federal sobre derechos de voto, la ‘Voting Rights Act’, que garantizaba el ejercicio del mismo a la población de color. Pero además de la terrible segregación racial en determinados Estados, en el resto del país la comunidad negra se vio relegada a una posición subalterna en el seno de la hegemónica sociedad blanca. Durante mucho tiempo el único espacio público que se le permitió ocupar fue el del espectáculo – aportando desde aquí uno de los referentes culturales señeros de la sociedad norteamericana, el jazz – y no fue hasta 1969 cuando un negro, Charles Evers, fue elegido para un cargo político – alcalde – en un estado del Sur, Mississippi. La igualdad, un referente básico de la idea de ‘American Nation’, fue así, y todavía es, un mito. Un mito muy poderoso a la hora de generar los vínculos horizontales necesarios para el arraigo de la identidad nacional, pero mito al fin y al cabo, y hasta que un representante no blanco del más publicitado que real ‘melting pot’ acceda al más importante cargo político del sistema no comenzará a dejar de serlo.
Cuando esto ocurra quedará también históricamente invalidada la minoritaria opción migracionista que todavía hoy tiene sus seguidores dentro de la comunidad negra estadounidense. Esta opción, expresión del profundo convencimiento de que la sociedad estadounidense jamás permitirá que una persona de color goce de las mismas oportunidades, posición y derechos que un hombre blanco, fue formulada antes de la Guerra de Secesión y directamente fomentada por la elite blanca, padres de la patria como Thomas Jefferson incluidos. Desde Marcus Garvey a Malcolm X la idea del emigracionismo mantuvo sus defensores dentro de la comunidad negra. Y aún los tiene: en octubre de 1995 y nuevamente en el año 2000 Louis Farrakhan organizó en Washington la ‘marcha de un millón de familias’, y en 1996 pidió tierra a Mandela para instalar en Sudáfrica a un millón de negros norteamericanos.
La victoria de Obama significaría dar el paso definitivo para dejar atrás todo esto. Entonces serán unas elecciones históricas con mayúsculas. Quizás no queden lejos otras en las que la igualdad deje de ser un mito con la llegada de una mujer a la Casa Blanca, aunque, a la vista de las descalificaciones que se han lanzado contra Sarah Palin, los comentarios sobre el pintalabios de la ‘pitbull’ o sobre sus gastos de vestuario, quizás estén más lejos de lo que parece.
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