Extranjeros
La Vanguardia, , 29-10-2008Joana Bonet
Ser extranjero significaba pertenecer a una casta superior de individuos, más cultos, viajados y más atractivos
Tengo un tío que es capitán de la marina mercante. Cuando navegaba siempre nos sorprendía con regalos exóticos, inseparables de sus relatos de aventuras sobre largas travesías. Su vida en el barco nos fascinaba tanto como el mono africano o la tortuga de los mares del sur que sobrevivían a viajes de más de cuarenta días. Lo más terrible era que, una vez llegaban al pueblo, esos animalillos enseguida se nos morían, por ello no se atrevió con el koala australiano que tanto codiciamos. En una ocasión llegó de Atenas con unos chalecos estampados con el dibujo del Partenón y caligrafía cirílica. Mi hermano y yo, al probárnoslos, decidimos que seríamos griegos. Durante días ensayamos un idioma salpicado con las cuatro palabras que nos había enseñado el tiet Lluís y acordamos que ante desconocidos nos haríamos pasar por descendientes de Zeus y Afrodita. Aquellos borbotones de palabras tan sólo conseguían ahuyentar a futuros compañeros de juegos que casi siempre acababan descubriendo nuestra frágil trama. Mi hermano enseguida se desentendió del asunto y decidió que él ya no se hacía pasar por nadie, mientras yo contemplaba embobada a las francesas con flequillo que veraneaban en la costa, exhibiendo sus polos de Le Coq sportif y su carcajada ronca. En aquellos primeros años de la transición, ser extranjero significaba pertenecer a una casta superior de individuos, más cultos, viajados e incluso más atractivos; al mismo tiempo, la idea del viaje representaba las puertas del paraíso. Por ello tenían tanta fuerza simbólica las visitas a Andorra, y arriesgarse a pasar por la aduana unos quesos de bola o unos cartones de winston rejuvenecía a nuestros padres mientras a nosotros nos descubría la primera noción de frontera. Nada que ver con la de los abuelos que tuvieron que cruzarla para huir de la guerra ni con la de aquellos que emigraron en busca de un trabajo digno; las fronteras de nuestra infancia significaban la promesa de una cámara de fotos o unos discos de importación, pero conservaban el halo de lo prohibido. Hasta que empezamos a entender que esa línea imaginaria que separa un territorio de otro ha sido la clave de nuestra civilización.Primero fueron los franceses, los argentinos, luego americanos e incluso japoneses; la fascinación por lo que viene de fuera ha estado sujeta a modas y contextos culturales y económicos. Hasta que en la era del nomadismo posmoderno, las grandes oleadas migratorias han demostrado que el mundo es un lugar inestable y que todos somos extranjeros. La semana pasada, el sociólogo Todorov recogía el Príncipe de Asturias manifestando que extranjero no es sólo el otro, sino que cada uno de nosotros es un extranjero en potencia, abocados como estamos a un destino incierto. El autor de Nosotros y los otros manifestaba que deberíamos ponernos en la piel de aquellos a quienes damos trato de segunda y mirarnos desde fuera para comprender a los que buscan un lugar en el mundo pero están condenados a una vida subrogada. Hoy el mundo se divide entre una élite que viaja para estar siempre en el centro del universo y una masa que lo hace huyendo de guerras, hambre y dictaduras. No existen los valores sólidos, ni apenas líquidos, sino gaseosos: familia, trabajo, amor y éxito pueden ser volatilizados en un instante y sustituidos por un nuevo orden mundial, anteayer en manos del todopoderoso mercado que ahora va evaporándose de cumbre en cumbre.
El siglo XXI se anuncia como el de las grandes migraciones, decía Todorov que “se presenta como aquel en el que numerosos hombres y mujeres deberán abandonar su país y adoptar, provisional o permanentemente, el estatus de extranjero”. Justo ahora, cuando los niños ya no juegan a ser extranjeros, parece urgente redefinir el término, porque extranjero no es aquel que extraña a su país, o a los suyos, sino aquel que se extraña a sí mismo.
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