Los campamentos de rumanos florecen de nuevo y albergan a unos cien inmigrantes
ABC, 22-10-2008RAFAEL A. AGUILAR
CÓRDOBA. Los asentamientos de rumanos de etnia gitana han florecido de nuevo en el extrarradio. Después de unos meses en los que la presencia de estos inmigrantes se diluía sin estridencias en la vida ciudadana, su presencia es ahora notoria por las calles del centro urbano y por los barrios de más actividad comercial. Ya en la hora de anochecer, las madres con bebés a cuestas y los hombres con carros llenos de chatarra regresan a los campamentos en los que malviven en las afueras. Hasta cinco núcleos de chabolas o de viviendas aún más precarias contó ayer este periódico en los alrededores de la capital, en las que viven en estos momentos unas veinte familias. En total, la colonia de inmigrantes rumanos ronda el centenar de personas, más de la mitad de las cuales son menores de edad en edad escolar y, en no pocos casos, bebés.
Los campamentos más populosos levantados con lonas y estructuras de metal abandonado se emplazan justo en las orillas de la recién inaugurada Ronda de Poniente. Se trata de un tétrico contraste entre la infraestructura viaria que mejor simboliza las aspiraciones de progreso de la ciudad y la miseria que cercena el destino de sus vecinos más menesterosos. Una madre amamanta a una lactante a menos de cien metros de la nave donde se apilan las bobinas de cobre de Cunext. La mujer, tendida, acuna a su hija como puede, sólo con la ayuda de una manta de aspecto muy sucio que las protege de la humedad del campo. Pasa el AVE y despierta con su zumbido a la recién nacida.
«No nos digáis que nos hacéis fotos por nuestro bien, a vosotros sólo os interesa ganar dinero con ellas», le increpa la rumana a los periodistas. A unos metros está su familia. Cuando escuchan las voces, dos hombres salen de una tienda de campaña y otro, sin camiseta y tatuajes, de un chozo que se apoya en una furgoneta herrumbrosa. «A nosotros nadie nos ayuda: el Ayuntamiento viene, pero no da nada. ¿Usted no nos puede dejar diez euros?», preguntan a los reporteros. Vuelve a pasar el AVE y llora otro bebé que descansa en un colchón tiznado por la miseria en el interior de un coche desvencijado.
Tres mujeres acaban de cargar agua en una poza cercana y se dirigen con dos niños a las tiendas de campaña de otro grupo familiar, que se ha instalado debajo de unos árboles de sombra frondosa y al lado de un edificio en ruinas. Un hombre corpulento de unos cuarenta años descabeza el sueño a media mañana en el maletero de un coche. Parece que está sólo, pero en el interior del vehículo también duermen su mujer y tres hijos. «No están en el colegio porque no podemos lavarlos para que vayan, y además está muy lejos», dice ella. Se ríe, muy cerca, una pareja de inmigrantes de músculos cuidados, uno de ellos con una camiseta de Armani de tirantes. «Jefe, ¿tiene un cigarro?», pregunta. Pronto acuden más cabezas de familia – al menos se cuentan cuatro – y dejan sin tabaco al fotógrafo.
Ni un varón hay, sin embargo, en el asentamiento frontero al Hospital Reina Sofía, a unos metros del tramo de la Ronda de Poniente que lleva al Puente de Andalucía. «El niño ha estado en el colegio, pero ha dejado de ir porque mañana [por hoy] nos vamos a Albacete, donde sí tenemos trabajo», explica una de las dos mujeres que atiende a los periodistas. Avejentada y cansada de la visita de la prensa local, la inmigrante muestra las tres tiendas de campaña con mantas descoloridas que han protegido del frío a su prole en los últimos meses. «No, no nos hemos mojado con la lluvia: el tiempo ha sido bueno», tranquiliza la rumana a su intercolutor, antes de mostrarle una cocina a la intemperie. «Ahí está el guiso», dice para señalar a una cazuela llena de restos y de insectos. «¿Nuestros hombres? Trabajando», suscribe la otra extranjera.
Más abajo, en un cortijo llamado Villa María, residen al menos cuatro familias más. Las condiciones en las que pasan sus días, con ser paupérrimas, sí son algo más dignas. Parece que tienen agua corriente y un techo de material. La suciedad, sin embargo, sigue siendo una constante. Varios niños de menos de diez años revolotean junto a la basura, le dicen «hola» a los periodistas y sonríen cuando le regalan un bolígrafo. «No, al cole no lo llevo, porque hoy no he ido», balbucea una chiquilla. «Va siempre», se apresura a completar su madre, «pero es que hoy no la he llevado».
Tampoco han ido dos hermanas que tienen por hogar un paraje de la Alameda del Obispo desde el que se ve el Hospital Provincial. Desde la casa en ruinas en la que viven la familia de estas dos menores y otra más – ambas emparentadas – se escucha el golpeteo de una pelota de pádel en unas pistas universitarias. Ellas juegan con hojalata. Sale el padre del cobertizo. Cojea. Tiene menos de treinta años y una venda en una rodilla. «Me caí con la chatarra, y ahora no las puedo llevar al colegio: mi mujer está en el pueblo», explica en referencia a la ciudad.
La historia se repite en otro asentamiento de dos familias en Chinales, al lado de donde se construye otra Ronda, la Norte. Una furgoneta baja llena de metal por un camino imposible. Entre las ruinas, el viento mece en un tendedero la ropa de un bebé y un mantel. Es la ropa de la miseria.
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