La rebelión de los últimos esclavos
El Mundo, , 14-09-2008Los incidentes violentos de Roquetas anticipan una explosión social inevitable En la pared ocre junto al portal donde mataron a Ousmane Kote, Barka para los amigos, hay un par de cruces gamadas. Son meros rayajos en el yeso hechos con la punta de una llave. Nadie sabe explicarme por qué están allí ni quién los ha hecho. Parecen antiguos y lo que es seguro es que no tienen nada que ver con los acontecimientos violentos del fin de semana pasado.
En el barrio de las 200 Viviendas de Roquetas de Mar nunca ha habido más racismo que el de todos contra todos en la lucha por la supervivencia. Los bloques de tres pisos forman una cuadrícula perfecta. Los levantaron para albergar a 200 familias españolas sin recursos, hace 40 años. En los 90 llegaron los primeros inmigrantes, primero marroquíes, luego negros subsaharianos y gente del Este europeo. Los españoles, poco a poco, se marcharon. Se abrieron bazares, locutorios, bares. Se masificó el barrio y se fue deteriorando lentamente.
Las comadres que charlan en voz baja, cada una con su bolsa de plástico entre los pies, en un banco de la Plaza de Andalucía, son parte de los pocos supervivientes españoles. Acaban de comprar el pan, ¡a 0,30 la barra! Todas tienen claro que allí es cada vez más difícil vivir y simplifican sus problemas echando la culpa a los de fuera. «Está lleno de droga, de peleas. Esto no pasaba cuando sólo había españoles. Los extranjeros han traído toda esta peste».
A pocos metros, en las aceras, están sentados los grupos de senegaleses que no han conseguido trabajo. No tienen papeles y deambulan para ver si consiguen un apaño de última hora. Las inspecciones de trabajo son rigurosas pero siempre existe el subterfugio de los 10 días de prueba.
En septiembre comienza la temporada y durante, al menos nueve meses, habrá teóricamente mucho trabajo en los invernaderos de hortalizas. Sulfatar tomates en espacios cerrados a más de 30 grados es una tarea dura e insalubre que los españoles no quieren hacer.
Los subsaharianos llegan a Almería en una ruta que casi siempre pasa por Canarias y Málaga. Para ellos, el trabajo en los invernaderos es un paso más en su camino al paraíso. Una forma de ganar el dinero suficiente para regularizar su situación y enviar algo a sus familias. Pero a cinco euros la hora y sin ninguna continuidad no es fácil salir adelante. La bicicleta es su principal inversión. Con ella podrán avanzar unos kilómetros para ofrecerse en plantaciones más lejanas. En momentos puntuales llegan dos autobuses al barrio, a las cinco de la mañana, para trasladar a los más afortunados, apalabrados o espontáneos, hasta los invernaderos.
Regresan a media tarde. El barrio retoma la vida al anochecer. Los comercios, las peluquerías «para negros y blancos», el bar de Dieme, se llenan de gente. Las ventanas de los pisos estaban siempre abiertas. Ahora intentan cerrarlas ante el temor de saqueos y robos. En cada piso de 40 metros convive un mínimo de seis personas. Es la única forma de poder pagar los alquileres. Hay mucha ropa tendida, casi toda de hombre. Los senegaleses presumen de gastarse bastantes euros en jabón. Las calles están mucho más limpias de lo que se pudiera suponer y hasta quedan papeleras intactas.
En las fachadas, muy deterioradas, se mezclan antiguos y gigantescos aparatos de aire acondicionado con decenas de racimos de cables. En las azoteas hay centenares de pequeñas antenas de televisión.
La mezcla de razas es total. ¿Racismo? No es una cuestión de piel. El conflicto latente sólo es producto de la desconfianza por los distintos idiomas, clanes, etnias y religiones. Los recelos de veteranos magrebíes se mezclan con el ímpetu de los blancos del Este o el empuje joven de los negros del Africa profunda. Y cada grupo favorece a los suyos. Los rumanos se llevan mejor con los gitanos. Los lituanos, con los subsaharianos. En realidad, el barrio de las 200 Viviendas supone – a pesar de los últimos incidentes – un milagro de convivencia. Son 8.000 almas, en muy pocos metros cuadrados, que pertenecen, según el censo del Ayuntamiento, a 105 nacionalidades diferentes.
Medidas
El alcalde, Gabriel Amat, del PP – cuatro legislaturas con mayoría absoluta y antes concejal de Urbanismo – , asegura que la crisis económica es la que ha empeorado la situación vital de esta gente. Además, en cuatro años el número de inmigrantes ha crecido un 40%. Hay ya más de 25.000 censados, lo que supone el 30,95% de la población total de Roquetas. Amat pide medidas al Gobierno. Desde la izquierda se le exigen a él medidas municipales para adecentar el barrio y se le acusa de despilfarro en obras faraónicas, como el nuevo Auditorio, donde se anuncia para el mes que viene el musical Hoy no me puedo levantar.
Las asociaciones para inmigrantes están muy activas en la zona. A través de Almería Acoge, Cruz Roja y otras, ayudan con clases de español y consultorías. También apoyan manifiestos, como el del 11 de julio, que son una enmienda a la totalidad: «Nuestra repulsa a una política de gestión de inmigración basada en el control de fronteras, injusta e ineficaz. No a la ausencia de políticas de integración real para los que ya están entre nosotros, condenados a trabajar sin documentación y sin derechos durante años y años».
A la Roquetas turística de las nuevas urbanizaciones no le ha ido mal el verano. Apenas si llegan allí los ecos de lo que pasa en las 200 Viviendas. Sólo la presencia intermitente del helicóptero de la Policía les ha recordado estos días el conflicto. Para la población autóctona, los subsaharianos son amables y educados, incapaces de meterse en líos. Tienen más prevención hacia los marroquíes. «Se pasean por aquí convencidos de que esto es suyo y de que se lo arrebatamos», nos cuenta la dueña de un bar, «son los que acosan a los turistas con los pequeños robos. ¿Los senegaleses? Qué más quisieran ellos que poder integrarse. Harían cualquier cosa por lograrlo, hasta visten de faralaes a sus hijas en las fiestas».
Sin embargo, la frustración dio paso en el último fin de semana a la primera rebelión seria de ese colectivo. La muerte de un compatriota acuchillado y la percepción de que las asistencias sanitarias tardaron demasiado tiempo por tratarse de un negro, sirvieron de detonante. El paro, la explotación en el trabajo y la falta de perspectivas de mejora componen un letal caldo de cultivo. En Roquetas no hay racismo. Se trata de injusticia social y abandono administrativo. Las cosas no irán a mejor. La crisis económica sólo servirá para acelerar la descomposición.
Difícil solución
Juan Miralles. Para el director de Almería Acoge los incidentes violentos del último fin de semana, tras el asesinato del joven senegalés Ousmane Kote, no son un caso de violencia racista. Se trata de un episodio desgraciado donde salieron todas las frustraciones propias de un barrio cualquiera marginal. «Están hartos de denunciar que hay delincuencia sin que les hagan caso».
Gabriel Amat. El alcalde de Roquetas de Mar considera que el brote de violencia es producto del crecimiento masivo e incontrolado de la población inmigrante y de la degradación de la calidad vital causada por la crisis económica.
Francisco Checa. Como antropólogo experto en inmigración, considera que los conflictos que afloran en Roquetas empeorarán. La solución pasaría por un plan global en el que todas las administraciones remaran en la misma dirección.
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