Desgraciadamente, nos hemos habituado al dramático goteo de pateras con decenas de inmigrantes en busca de una vida mejor. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos no sólo no la encuentran, sino que con demasiada frecuencia es la propia muerte quien viaja a bordo. La dureza y crueldad de estas arriesgadas travesías han causado en lo que va de año la muerte de 86 inmigrantes, diez de ellos bebés. La cifra, en la que no están incluidas muchas otras muertes que no han podido ser acreditadas, es estremecedora. Lamentablemente, se ha convertido en un drama cotidiano que a fuerza de repetirse corre el riesgo de generar insensibilidad. Lo ocurrido la pasada madrugada en el mar de Alborán se maneja la cifra de otros veinticinco inmigrantes muertos es un fracaso colectivo de penosas consecuencias, y como tal debe ser asumido porque de lo contrario será imposible hallar soluciones realistas. En cambio, sería un error pasar página con un sincero lamento por el suceso, pero nada más. Cuando la tragedia se torna en algo rutinario, la fuerza de la costumbre tiende a deshumanizar. Y ese es el peor camino posible.