CHEQUEO A 30 AÑOS DE DEMOCRACIA (17) / Las relaciones
España-Marruecos: «Condenados a entenderse»
El Mundo, , 13-08-2008Tres décadas después de la Marcha Verde y tres lustros después del Tratado de Amistad, los recelos entre Madrid y Rabat siguen vivos MADRID. – Es lo que hay. Apenas 14 kilómetros de mar separan a España y Marruecos. Es una distancia geográfica mínima, pero enorme en lo político, en lo social y en lo económico. La renta per cápita de los españoles multiplica casi también por 14 la de los marroquíes. Mientras a este lado del Estrecho los ciudadanos disfrutan de un régimen de plenas libertades democráticas y participan de lleno en la vida política, al sur el poder se encierra en los muros de suntuosos palacios, las decisiones llegan siempre desde arriba y el respeto a los derechos fundamentales deja mucho que desear.
En España, el progreso y la libertad han florecido en los últimos 30 años; en Marruecos, la monarquía con tintes divinos se perpetúa y el estado del bienestar sólo es para unos pocos. Pese a todo, España y Marruecos, como afirmó Hasan II, están «condenados a entenderse».
Fue precisamente el difunto Hasan II quien marcó el inicio de la etapa moderna de relaciones entre los dos países. Su enorme inteligencia y su capacidad para utilizar en propio provecho los acontecimientos quedaron demostrados en 1975 cuando, mientras Franco agonizaba, desencadenó la llamada Marcha Verde sobre el Sáhara Occiental, obligando a España a abandonar su colonia.
A partir de entonces, las relaciones hispano marroquíes siempre han estado viciadas por dos contenciosos: la situación del Sáhara y el estatus de Ceuta y Melilla.
Nada ha impedido hasta la fecha que Hasan II y su hijo Mohamed VI hayan mantenido vivas sus reclamaciones sobre las provincias del sur y los presidios ocupados del norte.
Marruecos siempre ha sabido encontrar las armas adecuadas para presionar a Madrid en los momentos oportunos. Las licencias de pesca y los flujos migratorios han sido los instrumentos más eficaces. Rabat siempre ha sabido abrir o cerrar el grifo a conveniencia.
Fue Felipe González quien dio un primer paso adelante para intentar superar los problemas recurrentes con Marruecos. Con la firma, en 1991, del Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, Madrid intentaba poner en marcha una estrategia basada en lo que el actual ministro de Exteriores, Miguel Angel Moratinos, llegó a llamar el «colchón de intereses».
La tesis es sencilla: se trataba de crear vínculos poderosos, sobre todo económicos, pero también culturales y políticos, que pudieran amortiguar las fricciones. En definitiva, si la presencia de España en Marruecos era lo suficientemente importante, Rabat se lo pensaría dos veces antes de chocar con Madrid.
La estrategia ha dado resultado sólo en parte. Desde el lado español las inversiones en el país vecino han crecido exponencialmente, aunque en realidad no sean muy grandes; también lo ha hecho el comercio y la presencia cultural y, sobre todo, la cooperación y la ayuda al desarrollo. En este último capítulo, Marruecos se ha convertido en el primer beneficiario de España.
Sin embargo, el Tratado no ha bastado para impulsar el conocimiento mutuo entre los dos países. Esta realidad se refleja en la prensa y en la propia sociedad. Los españoles desconfían de los marroquíes y éstos nos acusan de arrogantes. Ese resquemor mutuo late también en las relaciones entre gobiernos.
Los momentos de máxima tensión entre los dos países se produjeron durante los ocho años de Gobierno de José María Aznar. Nunca hubo química entre Hasan y Aznar, ni entre éste y Mohamed VI.
Las dificultades para la renovación del acuerdo de pesca que planteaba una vez más Rabat y el flujo cada vez mayor de inmigrantes ilegales, indujeron a Aznar a advertir a los marroquíes de que su actitud tendría consecuencias. La respuesta de Mohamed VI fue llamar a consultas a su embajador. El orgullo del vecino del sur estaba herido y eso es lo peor que puede pasar en una relación bilateral, en la que siempre hay una parte más potente que la otra.
Hasta 2004, con la salida del PP del Gobierno, no hubo nada que hacer. La relación fue pésima a todos los niveles, hasta el punto de que estuvo en un tris de llegar al escarceo armado. Hablamos evidentemente del episodio de Perejil, que aún hoy suscita ampollas en Marruecos.
En la actualidad, la mayor complacencia de Zapatero con el vecino del sur parece haber aportado más tranquilidad a las relaciones bilaterales. Pese a todo, el problema de fondo – el desconocimiento mutuo y, sobre todo, la falta de democracia en Marruecos – persisten.
El lazo más importante que nos une en la actualidad es el temor a la violencia del extremismo islamista. «El miedo une mucho», asegura el ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, cuando explica la nueva actitud de colaboración de Rabat en cuestiones referidas a inmigración.
Todo ello es cierto, y quizá el pánico sea más poderoso que el colchón de intereses, pero de lo que no cabe duda es de que los recelos entre los dos países se mantienen y aún nadie, al menos a este lado del Estrecho, ha dado con la fórmula para superarlos.
‘AL ALBA Y CON VIENTO DE LEVANTE’.
Nueve días, en julio de 2002, fue lo que duró la crisis más grave y peligrosa que ha enfrentado a Marruecos y España desde la Marcha Verde, en 1975. Todo comenzó el 11 de julio, cuando un destacamento de gendarmes marroquíes plantó la bandera de su país en el minúsculo islote de Perejil, sometido a un statu quo tácito de tierra de nadie. El Gobierno de Aznar no lo dudó. El día 17, tras intensas y vanas gestiones diplomáticas con Rabat, los boinas verdes, al alba y con viento duro de levante, asaltaron el peñón, apresaron a los soldados de Marruecos e izaron la bandera de España. Dos días más tarde, Perejil recuperaba su estatus neutral. Rabat no ha perdonado la humillación que le infligió Madrid.
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