EL RUNRÚN

Náufragos

La Vanguardia, Joana Bonet , 16-07-2008

Miraba al artefacto. A la cámara de Reuters que tras el salvamento se colocó frente a su inocencia con la falsa promesa de absorber el dolor. Dicen que ardía, 40 de fiebre, días sin comer, ni leche ni agua, la piel quemada por el sol. Diez bebés en una patera. Puede que sus madres, cuando iniciaron el trayecto, se sintieran reconfortadas por no estar solas, como cuando un avión se agita en área de turbulencias y te dices: este avión no se va a caer porque está lleno de niños. O como cuando corres un riesgo, pero se trata de un riesgo compartido y la sensación de grupo amortigua el estado de alerta espantando al mal fario. Tan sólo dos de cada tres emigrantes que desafían al mar para llegar a una costa europea se salvan. La furia de los temporales y la dureza del clima embarcan con ellos, a pesar del alto precio que pagan para iniciar la travesía. Ni patrón ni timonel, se las deben arreglar entre ellos con un GPS y un rudimentario manual de instrucciones. Tienen que cruzar varias fronteras, y en su huida la vida transcurre sin ensayos previos; puede que desde el inicio del viaje hasta la última frontera transcurran entre dos y cuatro años. Tiempo para soñar y bailar, para gritar entre sueños y querer volver atrás. Tiempo para beber y amar, para enmascarar el futuro desde la fortaleza del amor. Embarazarse y tener hijos, no siempre por elección propia. Un alto porcentaje de mujeres subsaharianas llegan embarazadas a nuestras costas como resultado de una agresión sexual, no porque quieran parir en un hospital con anestesia y sábanas. Es frecuente que sean utilizadas como botín para sobornar a los agentes de frontera; una violación a cambio del salvoconducto para el todo el grupo, menuda ganga.

Miraba al artefacto. Su organismo maltrecho ya no podía fabricar lágrimas. Un bebé enfermo que no llora es la cruda estampa del dolor. El rostro atroz de la existencia. Y te preguntas cómo puede arriesgar tanto esta gente. Huir en busca de un puñado de dignidad aunque por el camino pierdan la vida. Hay que saber ganar y saber perder, se dicen. Los nuevos sistemas de seguridad para cerrar la entrada a los inmigrantes alargan las rutas. No es un viaje, es un penoso periplo el que deben recorrer para acceder a un rincón del mundo donde no se sientan los latigazos del hambre o la palabra futuro recobre su sentido, recuperando con él su condición de personas. Es frecuente que los motores se averíen. Los que aún tenían fuerzas, dentro de la patera del horror, arrancaban a los niños muertos del regazo de su madre y los lanzaban al mar. Informan los periódicos de que al llegar entraron en estado de shock. Demasiado difícil describir el desgarro de una pobre embarcación naufragando y, dentro, el olor a muerte, cenizas de la esperanza.

Un miembro de la patrulla de Salvamento Marítimo me comentó, tras la llegada de un cayuco a las costas de Cádiz, que durante la noche dormía con aquellas miradas clavadas en su sueño. Decía que encerraban un desierto, ojos vidriosos que lo contaban todo a pesar de su mudez. Los movimientos migratorios nacen del instinto de conservación de la especie y con ellos se explica la historia de la humanidad desde tiempos remotos. Hoy vemos cómo las profundas heridas de África, socavada por el hambre, el despotismo, la corrupción y la guerra, empujan a miles de personas a participar en un genocidio colectivo. Pero la mirada eurocentrista los sigue tratando como material de investigación. ¿Qué hacemos con la fatiga de la compasión? ¿Nos conformamos con ser espectadores de ese drama casi insoportable, como lo ha definido Zapatero? ¿Cuántos años hace que oímos hablar del 0,7% del PIB para apaciguar el hambre en el mundo? Hace días que me persiguen los ojos vidriosos del niño que logró sobrevivir en el cayuco, y sólo tengo preguntas, acaso un miserable temblor.

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