Los gitanos rumanos se alejan del tópico

El País, JOAN M. OLEAQUE, 14-07-2008

Se llama Mirela, tiene 17 años, es gitana rumana. Como otras muchachas, acude a un curso para aprender a ser dependienta. Lo hace en la sede de Valencia de la Fundación Secretariado Gitano. Viste a la manera occidental, sin faldas largas u oros.

La estética gitana de Europa del Este es más heterodoxa de lo que podemos creer. En parte, está ligada a diferentes subgrupos de individuos. Están los más tradicionales y los más modernizados. Los más cerrados son poco penetrables, raros de insertar. Los más abiertos entran y salen de las estructuras de la sociedad mayoritaria intentando engarzarse a ella.

Mirela quiere formar parte activa del país donde ahora vive. No es un buen momento para ello, tal como están las políticas migratorias. Pero con su actitud, la muchacha contradice todo lo que ha opinado de su etnia Gianfranco Fini, presidente de la Cámara de los Diputados italiana. El antiguo líder de Alianza Nacional ha dicho en público que resulta imposible hacer nada con el pueblo rom [gitano en idioma romanó]. Según él, los gitanos del Este consideran “lícito” el robo, no trabajar y alquilar su sexo. Esta acusación tópica, más una oscura vinculación de gitanos rumanos con delitos y escándalo, han sido esgrimidas por el Gobierno de Berlusconi para expulsarlos y ficharlos con huellas dactilares – menores incluidos – . Algo que ha sido condenado por la Eurocámara y que está prohibido por el artículo 14 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.

En España, también se les suele relacionar popularmente – pero no de modo político – con sambenitos de todo tipo. Aislamiento, violencia, incivismo, delincuencia y extorsión a menores se asumen como algo unido a su existencia. Sin embargo, Mirela, en un castellano que aprendió viendo la tele, lo intenta contrarrestar de un modo bastante lógico. “Mi familia vive de la chatarra, la recoge, la vende, es un trabajo que los valencianos no quieren. Yo vine con 14 años, salimos de Rumania porque allí no tenemos nada”, dice. “Venimos para intentar tener algo. ¿No es lo mismo que buscan todos?”, se pregunta.

La diferencia es que ellos, como colectivo, están perseguidos por un fuerte estigma de parias. “Sin embargo muchos de ellos están haciendo esfuerzos reales por integrarse”, indica José María Martínez, del Secretariado Gitano, técnico del programa de inserción para el pueblo rom. “Sólo en la Comunidad Valenciana hemos mantenido contacto con unos 400 gitanos rumanos y búlgaros, y hemos encontrado pocos ejemplos de delincuencia o de explotación de menores”. “Pero esos casos, cuando se dan, generan mucho conflicto y acaban intoxicando al resto”. Según José Sánchez, responsable de Empleo en la nación de esta organización, “puede haber unos 50.000 gitanos del Este en nuestro país, y una parte importante han venido para quedarse”. En la provincia de Valencia, la cifra comprendería los 3.000 individuos (del resto de la Comunidad Valenciana no existen apreciaciones fiables). Según José María Martínez, “predominan aquellos que muestran buena adaptabilidad al sistema”. “Lo que sucede es que están diluidos y no los relacionamos con lo que se percibe como gitanos del Este”, añade.

Marius, por ejemplo, es uno de esos roma que se ha abierto camino. Es evangélico y lleva largos años en nuestro país. “Hago de chófer para gente que trabaja en el campo, tengo mis permisos, pago el alquiler”, expone. “En España no se vive del cuento, no se puede: yo trabajo 60 horas a la semana”.

Mientras lo cuenta, comparte mesa en una cafetería con Vasil, un búlgaro treintañero – el 20% de la inmigración gitana del Este de Europa en la Comunidad Valenciana es de Bulgaria – que ha hecho todo tipo de cursos de formación y ha enviado decenas de solicitudes de empleo. “He estado viviendo en una caja de cartón, bajo el puente, hasta trabajé en un circo”, dice. “Uno puede abrirse camino aquí, pero con mucho sacrificio”, opina.

Pese a ello, quizás la ofensiva contra gitanos en Italia pueda presentar el traslado a la Comunidad Valenciana como una posibilidad mejor. “No creo que vengan más”, explica Marius. “Los gitanos nos fijábamos en España y Valencia porque tenían imagen de acogida. Ahora se sabe que no es así”. Tanto Rumanía como Bulgaria forman parte de la Unión Europea. Una moratoria pone trabas a que sus inmigrantes en España puedan trabajar por cuenta ajena hasta 2009.

En palabras de Helena Ferrando, coordinadora del Secretariado Gitano, “quienes llevan menos tiempo en nuestro país se ven abocados a la economía sumergida y a que no se les empadrone”. “Estaban arraigados en su país y pretenden estarlo aquí, sólo son itinerantes para buscar trabajo”, continúa. “La mayoría hablan o entienden el castellano”. Los llamados pisos – patera, y toda la polémica que conllevan, surgen cuando familias sin techo se asientan con otras que han podido alquilar algo. “El desalojo no soluciona nada”, opina Ferrando, “los grupos se trasladan, okupan algo, luego se les echa y así hasta el infinito”. No es raro ver a gitanos de mediana edad con las manos deformes y quemadas. Las tienen por haberse electrocutado para conseguir luz eléctrica de prestado (el agua la consiguen de fuentes). Tampoco es raro ver bebés que tienen la cara hinchada por picaduras de insectos. Pero, si pueden, no se van: un muchacho gitano perdió los brazos en un accidente en Rumania. Se trasladó con su familia a Valencia para buscarse la vida. Acabó muerto. Los suyos volvieron a su país para enterrarlo. Pero regresaron al nuestro para seguir sobreviviendo. Según José María Martínez, “un 70% de las familias roma ya tiene a sus hijos escolarizados en España”.

A todas les ha costado mucho viajar desde Rumania – muchas veces vía mafia – a grandes ciudades españolas. Luego se han repartido según expectativas laborales. Para conocerlas, han contactado previamente con familiares o conocidos que estaban aquí. Avilés, Oviedo, Andalucía, Murcia, Comunidad Valenciana, Badalona y Madrid son las grandes zonas de presencia gitana del Este. El campo, la construcción, el peonaje industrial o la música ambulante, son, como la chatarra, oficios de subsistencia. En Las pateras del asfalto, uno de los primeros ensayos escritos sobre inmigrantes gitanos en España, su autor, Joaquín López Bustamante – director de la publicación Cuadernos Gitanos – indicaba que la presencia de los roma en Rumania se acercaba “a los dos millones y medio de personas. Pero no hay otro país en el que ser gitano tenga peor valoración social”, añadía.

“Aquí, al menos, esperan tener una oportunidad”, dice Miguel Monsell, de la entidad Cepaim y del Observatorio Lungo Drom, un programa europeo que ha analizado la presencia gitana inmigrante en la costa mediterránea. “La mujer es la responsable de la escolarización, el mayor motor para la inserción”.

También es la que mendiga, sola o con niños, cuando se da el caso: el hombre no lo hace. “Lo que más ha llegado son personas entre 20 y 39 años”, precisa Monsell. “Los más jóvenes tienen mejor inserción”, expone. “Hay un 1% con estudios universitarios, y el 10% con el equivalente a la Formación Profesional”, matiza.

“Eso no facilita que encuentres trabajo”, expresa Nadja, veinteañera, emigrada reciente desde Rumanía porque allí no podía subsistir. Ahora, junto a su hijo y nueve familias más, ocupa un edificio deshabitado en medio de Valencia. Quiere asistir como alumna a un curso de servicio doméstico. “Pero si tengo que recoger chatarra, no me da tiempo”, se lamenta. Ella y su marido recorren varios kilómetros todos los días. Desde la salida del sol hasta la noche la buscan y rebuscan entre la basura. Luego la llevan en carritos de supermercado a una fábrica.

Lejos, en la playa, otras familias rumanas recogen su chatarra. Están a punto de ser desalojadas. Ocupan una propiedad pública abandonada a la que nadie ha hecho mucho caso. Hasta ahora. Vasil, 25 años y 5 hijos, tiene coche y hace continuos viajes para llevar hierro a los compradores. El kilo se paga a 20 céntimos. Se suele conseguir entre 15 y 20 euros al día. Quienes le conocen dicen que su carácter es cercano. Hoy no se muestra así.

Tampoco lo hace un familiar suyo, Ghorghe, que trabaja con él, y que, a diferencia de Vasil, no habla español. Junto a ellos hay niños pequeños, chicas jóvenes, mujeres mayores. Estas últimas son las más hoscas. “Al final no sirve querer integrarse”, expone Vasil. “No tenemos ganas de hablar, ni de comunicarnos”, dice. ¿El motivo? “Los días pasan, y todo va a peor”, concluye.

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