Inmigración y crisis

Las Provincias, ANTONIO PAPELL, 13-07-2008

Es de mala educación citarse a uno mismo, pero lo cierto es que muchos analistas de la realidad alertamos reiteradamente del peligro que podía llegar a cernirse sobre nosotros si ocurría lo que finalmente ha ocurrido: que llegase un cambio de ciclo económico cuando aquí hubiera ingresado un gran caudal de inmigrantes para trabajar en los empleos de menor cualificación que serían precisamente aquellos que desaparecerían en primer lugar cuando sobreviniese la crisis.

Como es bien conocido, aquí padecemos en realidad dos crisis distintas que se retroalimentan entre sí: de un lado, la global, provocada por el alza desaforada de los precios energéticos y de los alimentos, y, de otro lado, la que proviene del estallido de la burbuja inmobiliaria autóctona. Nuestra situación no es singular: atraviesan también por ella Irlanda, Dinamarca, Portugal, y hasta cierto punto el Reino Unido y Estonia. Lo cierto es que la parálisis económica se ha cebado especialmente en el sector construcción, que ha empezado a generar un flujo desesperante de desempleo. Si se piensa que ya estamos aproximadamente en la zona del “crecimiento cero” y que nadie sabe si hemos tocado o no fondo (la mayoría de los observadores piensa que todavía no, que ello ocurrirá probablemente al final del año), se entenderá la magnitud de la preocupación, toda vez que no cabe presagiar que vuelva a crearse empleo en cantidades significativas hasta finales del año que viene.

Pese a ello, y a pesar de que cientos de miles de extranjeros se están quedando sin trabajo, la presión migratoria proveniente del Sur se mantiene, quizá por la evidencia de que, para estos desesperados famélicos, nuestra “crisis”, tan relativa, les parece un juego de ricos. Acabamos de asistir a varios episodios dramáticos de los suceden cada verano: pateras que yerran el rumbo y en las que mueren trágicamente seres humanos cuando están a punto de cruzar el umbral de su anhelado paraíso, que después será mucho más ingrato de lo que previeron. Y así seguirá ocurriendo: si en Europa hay depresión, con la consiguiente disminución de las ayudas cooperativas Norte – Sur, se producirá un cada vez más agudo empobrecimiento del Sur que intensificará, como es natural, el éxodo masivo hacia el Norte.

La capacidad de sacrificio de los desesperados que están dispuestos a dar la vida con tal de alcanzar la oportunidad vital que se les niega en sus lugares de origen queda de manifiesto día tras día en el Estrecho y sus aledaños. Y ninguna norma impedirá este trasiego, por más que el Norte eleve día a día la altura de sus murallas y consiga efectivamente repatriar a la mayoría de quienes llegan ilegalmente a sus países. Y aunque es legítimo que ese Norte opulento quiera gestionar la inmigración que recibe, la evidencia demuestra que no será suficiente la voluntad política, ni la promulgación de leyes estrictas, ni el más duro rigor policial para lograr tales designios espontáneamente. La cuestión es en realidad bien fácil de plantear: o Europa se decide a acometer con sutileza pero con decisión el desarrollo del Sur, o tendrá que seguir enfrentándose a la responsabilidad histórica de abocar a todo el continente africano, que ya colonizó desastrosamente en el pasado, al hambre, la depauperación y la muerte.

No se trata sólo de dedicar recursos a África, aunque también estos son indispensables (España está dando ejemplo al mundo, pues será el primer país grande y desarrollado que alcanzará pronto el objetivo de la ONU del 0,7% del PIB en cooperación al desarrollo).

Es preciso un generoso plan político lo bastante flexible para sea aceptado por sus beneficiarios pero lo suficientemente firme para que se logren los objetivos necesarios. Un plan consistente en la progresiva dotación de servicios públicos a África – los elementales de supervivencia, sanidad y educación – con el fin de que en una o dos generaciones se haya formado un capital humano maduro y capaz de autodeterminarse, llevar la democracia a sus regímenes y mantener unas estructuras socioeconómicas mínimas que garanticen la viabilidad de sus Estados.

En suma, si se quiere dominar los flujos irresistibles de muchedumbres que aspiran a ingresar en Europa, hay que ir al origen de la emigración socioeconómica y plantear, a medio y largo plazo, la generación de oportunidades en estos países africanos. Si se hace de otro modo, si se regatean esfuerzos en la cooperación al desarrollo cuando lo necesario es intensificarlos, no sólo haremos crónico el problema migratorio sino que podremos ser acusados de estar cometiendo un verdadero genocidio. Porque esta es la palabra que procede cuando vemos sin actuar cómo una colectividad agoniza y se extingue.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)