ECONOMÍA
La devaluación del trabajo
Desde mediados de los años setenta, debido al efecto combinado de la globalización y de las nuevas tecnologías, en la mayoría de los países la parte del trabajo en la renta ha disminuido en favor del capital. En el caso español, fruto de 'idiosincrasias nacionales', esa disminución ha sido particularmente intensa
El Correo,
22-06-2008
A l final va a resultar que Don Carlos (Marx) no se equivocó tanto como pensábamos. Es cierto que siglo y medio después de predecir el final del capitalismo, éste goza, a pesar de los achaques, de una envidiable salud. Donde quizá no anduvo tan errado es en su creencia de que el sistema es incapaz de repartir equitativamente la riqueza. Al repasar lo ocurrido en el mundo desde los años setenta se comprueba que el ‘pastel económico’ es ahora mayor, pero su reparto es más desigual. La participación del trabajo en la renta nacional ha sufrido un acusado declive en favor del capital. Y ese declive ha coincidido, además, con un aumento de la brecha que separa a los ricos y a los pobres. Este estado de cosas es grave, debido a sus negativos efectos sobre la cohesión social y la estabilidad macroeconómica. Pero sobre todo es inoportuno, ya que dificulta el necesario consenso para superar la crisis actual.
Al indagar sobre las causas de este desigual reparto del ‘pastel económico’ solemos dirigir la mirada hacia ese complejo fenómeno al que llamamos globalización. Y es que la incorporación al mercado mundial de los países emergentes ha hecho que en los últimos 25 años la oferta de trabajo se haya cuadruplicado. El aprovechamiento de esa marea humana ha seguido diversas rutas: inmigración, comercio y deslocalización. Se produce así algo similar a un ‘arbitraje laboral’, que debilita el poder de negociación de los sindicatos en el mundo desarrollado. Y ese arbitraje se ha visto reforzado por una revolución tecnológica que, además de alimentar la globalización, sustituye trabajo no cualificado por cualificado. Lo malo es que las perspectivas a medio plazo no mejoran, lo que deja entrever la necesidad de adaptar nuestras instituciones laborales a un cambio que tiene mucho de irreversible.
En esta ‘aldea global’ nuestro país ha vivido en la última década uno de sus momentos más gloriosos. El PIB por habitante ha experimentado una mejoría espectacular, que nos ha llevado casi a equipararnos con la zona euro. Pero esta mejoría se ha repartido de manera desigual, ya que la participación del trabajo en la renta nacional ha caído también de manera espectacular. Y lo que es más significativo, a tenor de los datos de la Encuesta Financiera de las Familias, las desigualdades de renta se han ampliado. El único grupo cuya renta media ha mejorado entre 2002 y 2005, en euros constantes, es el 10 % situado en el vértice de la pirámide – las medias de los restantes grupos han perdido poder adquisitivo – . Moraleja: un puñado de miles de españoles se ha hecho multimillonario con este ‘boom’, pero la mayoría, tras pagar sus créditos, tiene crecientes dificultades para llegar indemne a fin de mes.
Esta polarización social se agrava por lo que cabría calificar de ‘idiosincrasias nacionales’. Una de ellas es la pervivencia de un sistema fiscal más bien regresivo. Ese rasgo se debe al mejor trato dispensado a las rentas del capital y, sobre todo, al elevado nivel de fraude. En la práctica, el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas lo paga la clase media asalariada, lo cual es ineficiente e injusto. Por otra parte, aunque la economía ha creado siete millones de empleos durante la pasada década, su calidad deja bastante que desear. La mayoría de los nuevos ocupados han sido inmigrantes y mujeres, cuyos salarios se sitúan muy por debajo de la media autóctona. Muchos de ellos se ven, además, sometidos a la tiranía de los contratos temporales, lo cual les lleva a vivir existencias precarias. Ambos rasgos responden a un modelo de crecimiento en el que la ‘tajada del león’ se la han llevado la construcción y algunas actividades terciarias de escaso contenido tecnológico.
El escaso contenido tecnológico de nuestro patrón de crecimiento hace que, a diferencia de lo que sucede en otros países, la recompensa por estudiar sea cada vez menor en España. La demanda de universitarios es insuficiente para cubrir la oferta, lo que hace que una quinta parte se dedique a labores poco cualificadas. Nace así la figura del ‘mileurista’, que se ha convertido en un fenómeno de larga duración. Su situación contrasta con el Olimpo de nuestro mercado laboral: los máximos ejecutivos de las empresas del selectivo Ibex – 35. Las retribuciones de este colectivo – incluidas pensiones y otras regalías – se han disparado en los últimos años, superando en algunos casos los 14 millones de euros anuales. Esta escalada no es ajena al fracaso de una autorregulación basada en códigos de conducta. La realidad demuestra que no se cumplen, debido a la falta de mecanismos disuasorios, más allá de las denuncias de la prensa especializada.
No le faltaba razón al viejo Marx cuando criticaba las dificultades del capitalismo para repartir con equidad el valor añadido. Paradójicamente, en fases de crisis como la actual, dada la acusada volatilidad cíclica de los beneficios empresariales, la mejor manera de defender la participación del trabajo en la renta es a través de la moderación salarial. En caso contrario, el peso del ajuste recaerá sobre el empleo, lo que sería mucho peor para el conjunto de los trabajadores.
Pero esa moderación salarial debería extenderse a todos, incluidos los directivos. El Gobierno no puede, mientras pide al país que se apriete el cinturón, silenciar que unos pocos perciben retribuciones de escándalo. Al proceder así siembra un clima de sospecha que daña su legitimidad democrática. Es tiempo ya de que reconozca la magnitud de la crisis y abra un debate sobre los costes y beneficios de sus propuestas de reforma.
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