La totalidad de los gitanos que residen en Madrid aseguran ser víctimas del racismo y la xenofobia. En mayor o menor porcentaje, los que lo hacen en otras comunidades afirman lo mismo. Que a diario padecen este tipo de ultrajes. En Galicia, el Foro de Inmigración ha detectado «actitudes claramente racistas y discriminatorias». Y en la mente de todos tenemos los últimos sucesos de Penamoa, O Vao y A Ponte, en A Coruña, Pontevedra y Lugo.

El momento no parece, pues, ser especialmente propicio. Sobre todo porque los ejemplos que nos llegan de Italia, Rumanía, Francia, Austria y otros países de nuestro entorno que no es necesario enumerar no son muy modélicos que se diga. Parece como si se hubiese desatado una epidemia segregacionista que promueven quienes, precisamente, tienen la obligación de combatirla, que no son otros que los señoritos que dicen trabajar por unas sociedades más justas.

Por eso, cualquier llamamiento a la cordura y a la convivencia tiene en estos momentos mayor alcance. Lo que ayer ha hecho nuestro Parlamento no debería de llamarnos la atención. Porque ha dicho lo que tenía que decir. Que hay que seguir trabajando por el «derecho constitucional universal a gozar de una vivienda digna». Pero resulta que hemos llegado a un momento tan confuso y agitado que lo que nos sorprende es lo lógico. Lo que nos extraña es lo razonable y lo sensato. Lo que nos maravilla es que se cumpla la legalidad.

Y es que últimamente estamos viendo cómo nos pasa la vida con demasiada frialdad y pasividad. Sin sentirnos responsables de los atropellos, ultrajes, desprecios y humillaciones. Y ya se sabe que quien hoy es espectador, mañana puede ser el protagonista.