Un mes ha tardado Berlusconi en legislar para la polémica. En el primer Consejo de Ministros de su Gobierno, celebrado ayer, presentó un proyecto de ley por el que la inmigración ilegal pasa a ser delito. Es verdad que el primer ministro italiano no ha engañado a nadie: la lucha contra los sin papeles fue una de sus banderas durante la campaña electoral. Además, la tipificación como delito de la inmigración ilegal ya figuró en una ley promulgada en un mandato anterior de Il Cavaliere que, por cierto, luego fue declarada parcialmente inconstitucional. Entre el paquete de medidas para luchar contra los ilegales hay algunas que parecen razonables, como la aceleración de los procesos judiciales y de los tiempos de expulsión; el endurecimiento de los requisitos para los casamientos de nacionales con extranjeros, con el objetivo de evitar el lucrativo negocio de los llamados matrimonios de conveniencia; o la exigencia de la prueba de ADN para los inmigrantes que pidan la reunificación familiar, a la manera como ya ha hecho Francia. Otras medidas pueden resultar ciertamente polémicas, como la confiscación de los pisos a quienes los alquilen a sin papeles. Ocurre que entre la criminalización del inmigrante que destila un discurso como el de Berlusconi y la relajación absoluta del primer Gobierno de Zapatero – que provocó un lamentable efecto llamada – hay espacio para el término medio, y a ése es al que deben tender, de forma consensuada, los países de la Unión Europea.