La propia cultura
Las Provincias, , 06-05-2008La verdad es que no salgo de mi asombro. Ahora resulta que defender la cultura propia es “fascismo consuetudinario”. Y me refiero a la avalancha de descalificaciones vertidas por algunos sectores sobre el proyecto de la Generalitat, promovido por el conseller Rafael Blasco, respecto a la Ley Valenciana de Integración del Inmigrante, donde se trata de establecer una carta de derechos y obligaciones, el llamado “contrato de integración”. En el marco de una serie de medidas y ayudas que tienden a garantizar una integración justa e igualitaria, se resalta, como pecado demonizador, el que los inmigrantes deban comprometerse a asumir las costumbres y valores valencianos. Y lo critican precisamente aquellos que han pasado por ser adalides de la defensa de la cultura valenciana; si eso es fascismo deberán reconocer que hasta ayer mismo ellos eran fascistas.
Cuidar nuestro patrimonio, salvaguardar nuestras tradiciones y señas de identidad, promover el uso del valenciano, rescatar nuestra memoria colectiva, ha sido, y es, una labor difícil, expuesta a la fragilidad, que sigue requiriendo nuestro esfuerzo y nuestro cuidado. Si estamos orgullosos de nuestra cultura como pueblo, consolidarla, ofrecerla a quienes llegan a nuestras tierras, no es una imposición, sino un deber. Porque, de otro modo, ¿qué sentido tiene todo el esfuerzo que se ha venido realizando especialmente desde la Transición? Si ahora resulta que la defensa de la cultura valenciana atenta contra los derechos de los inmigrantes – cosa que ellos no han dicho – , y representa un nefando intento de asimilación, habremos de ser consecuentes, y derogar el Estatuto de Autonomía, la Llei d’Ús del Valencià, desmantelar la Conselleria de Cultura i Educació, redistribuir las ayudas a la promoción cultural… Deberemos reconocer que todo esto ha sido un inmenso error llevado a cabo por un denostable afán nacionalista, azote de la solidaria multiculturalidad. Por favor, seamos serios, no dejemos los asuntos importantes a los vaivenes de la dialéctica partidista. Si mañana, es un suponer, yo me traslado a vivir a Nueva York, no voy a pretender que mis hijos sean escolarizados en valenciano o que se plante una falla en la plaza del Rockefeller Center para paliar mi nostalgia lugareña; me adaptaré a las costumbres de mi nueva sociedad, intentando, eso sí, permanecer fiel a mis raíces, cosa que nadie me va a impedir. Si seguimos en esa tesitura pronto vamos a plantearnos prohibir la festividad del Corpus o la Ofrenda a la Virgen para no herir susceptibilidades religiosas. Por no hablar de la celebración del 9 d’Octubre, tan políticamente incorrecta en su conmemoración de la Reconquista cristiana sobre territorio entonces musulmán.
Si no estamos hablando de eso, dejémonos de demagogias “multicultis”. Todo ser humano tiene derecho a emigrar para buscar mejores condiciones, necesidad siempre traumática, pero el país de acogida no está en la obligación de reproducir miméticamente la cultura de su lugar de origen, sino, de acuerdo con una emigración sostenible, ofrecer medidas para una integración efectiva: justicia, atención y apoyo, porque de otro modo sólo se generarán guetos, a la larga enfrentados. Si, a pesar de ello, alguien no está dispuesto a aceptar las costumbres o valores del país de acogida – situación que estoy segura no es el caso de la inmensa mayoría de los que con nosotros conviven – la solución es clara: váyase a otro país más en consonancia con su idiosincrasia o quédese en el suyo. El diálogo intercultural, la apertura hacia otros modos de vida, requiere respeto y empatía, no la dejación de nuestras señas de identidad. Aquí estamos orgullosos de nuestra cultura, o deberíamos estarlo, por ello la ofrecemos a aquel que quiera convertirse en un valenciano más.
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