Carta a un ministro
El Periodico, , 14-04-2008Necesitábamos inmigrantes, y en vez de inmigrantes nos llegan personas. Ese descubrimiento todavía sacude el mundo judicial, policial y social. Desde que nuestro nivel de vida empezó a sustentarse en el trabajo de otras gentes y desde que nuestros compatriotas decidieron que esos trabajos ya los harían otros, la inmigración ha sido el gran fenómeno que nos aturde. Hace unos cuantos años todos nos considerábamos ciudadanos del mundo, hasta que el mundo llamó a la puerta de las playas y de los aeropuertos y se acabó la euforia multiculti. Pasamos, entonces, de ser unos espléndidos universalistas a convertirnos en unos atemorizados xenófobos. Incluso llegamos a inventar sufijos despectivos para los habitantes del sótano social. A los intelectuales y profesionales argentinos, chilenos o uruguayos que se instalaron, para su bien y el nuestro, en España, se les llamaba sudacas. A los trabajadores nigerianos, gambianos o senegaleses que cultivan nuestras ensaladas se les llamó negratas, y moracos a los magrebís, y chinos a todos los que lucen ojos almendrados, y paquis a los de tez oscura. El problema de la inmigración no es únicamente de los inmigrantes, sino también de los que ya no nos acordamos de que somos el resultado de miles de inmigraciones interiores. También el ministro que se va a dedicar a evitar que lo que es un beneficio acabe siendo un problema.
Algún día, alguien con buena pluma, tal vez mi amigo Arturo, deberá hacer una biografía de gente como Celestino Corbacho. Y otros amigos expertos en las cosas del poder deberán contar de qué manera los partidos políticos sirvieron de ascensor social a esas personas que, como Corbacho, supieron ejercer de traductores de mundos distintos y hacer converger sus deseos con las necesidades de la gente. Ayer, algunos comentaristas hablaban de Corbacho y le definían como “un duro”. Sin duda, lo es. Forma parte de esa escuela política del PSC del Baix Llobregat que se expresa mejor con los silencios densos que con las palabras frívolas, tal vez porque el silencio siempre es el antifaz del error y las palabras, frívolas o no, exigen siempre un incómodo diálogo para el que no todo el mundo está capacitado. El estilo de Celestino no es mi estilo, pero prefiero en un ministerio a un político como Corbacho, que sabe lo que quiere y que, sobre todo, sabe a quiénes no quiere.
Cada vez que voy o regreso del aeropuerto veo sobre la plaza de Europa el legado de este gran alcalde que ha sabido colocar L’Hospitalet en el mapa. Ha sabido lidiar con las inmobiliarias y con los grandes embajadores del dinero, y nadie ha podido interpretar nunca el pensamiento – – o simplemente la pasión – – que se ocultaba bajo sus cejas blindadas. Ahora se va a Madrid a gestionar la burocracia de la Seguridad Social y a defender la vida de los trabajadores. Pero, ante todo, a imaginar caminos en el claustro de la inmigración. Ese sí es un reto, Celestino. Una buena oportunidad para comprender que, antes que inmigrantes o profesionales o trabajadores, vas a tener que tratar con personas que no van a ser votantes. Más aún: tendrás que buscar el equilibrio entre su esperanza y tu desconfianza. En esta tarea, la más difícil del Gobierno, cuenta conmigo. Porque trabajarás con una materia prima delicada. Para ti es la hora de prestigiar el orgullo del sociata. Olvídate de las cifras. No frunzas el ceño. Arquea las cejas. Sorpréndete. Y sonríe. Que jamás la sonrisa ha sido un signo de debilidad, sino de generosidad. Eso, la generosidad, también es el poder.
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