Expulsados: vidas truncadas por la política de Sarkozy
Muchos jóvenes marroquíes son devueltos a su país, donde ya no tienen familia ni un techo
Público, , 30-03-2008Sentada en un oscuro café del Bulevar de París, en Tánger, cuesta imaginarla plantando cara a tres fornidos policías franceses. Los mismos que la metieron a la fuerza en un barco en el puerto de Sète y la ataron a la litera de un camarote donde pasó más de diez horas encerrada. Samira Bobouch, 23 años, menuda, apenas un metro cincuenta de estatura. Con su camiseta azul y rodeada del habitual paisaje de bigotes y fumadores sin complejos, parece frágil. Sus ojos, inmensos y miopes los agentes no le dejaron coger sus gafas se llenan de lágrimas cuando cuenta su historia.
Una vida de muchacha normal truncada por una promesa electoral. La que el ahora presidente francés hizo siendo aún candidato para seducir a los votantes de extrema derecha. O más bien por una política de caza al emigrante encargada a quien se considera el cancerbero de Sarkozy, su ministro de Inmigración, Integración e Identidad Nacional, Brice Hortefeux. Sus deberes eran claros, debía expulsar a 25.000 sin papeles en 2007. Samira es una de los marroquíes que han sido, según el eufemismo que utiliza el Gobierno francés, éloignés, alejados.
Voluntaria en un centro para autistas en Marsella, donde vivía con su familia, Samira había llegado al país legalmente a los 15 años. Pero los 35 años de trabajo como obrero agrícola de su padre en Francia no le dieron derecho a un permiso de residencia.
Cárceles para inmigrantes
“En Marsella la policía nos daba caza a los árabes y a los negros”, recuerda. El pasado 19 de noviembre en un control de tráfico, la policía la detiene; ya no volverá a su casa. De la comisaría la llevan al centro de retención para inmigrantes de Canet, donde queda confinada.
“Me dijeron que a otros inmigrantes los habían drogado para que no se resistieran a la expulsión y que sólo comiera el pan que nos daban”.
El 4 de diciembre, la policía traslada a Samira al aeropuerto de Marignane con la intención de que suba a un avión con destino a Casablanca. Pero ella se resiste con uñas y dientes. Su familia, sus antiguos profesores y los militantes de la Red de Educación sin Fronteras (RESF), una asociación que desde 2004 denuncia las expulsiones, le ayudan a frustrar este primer intento montando una manifestación en la terminal. Faltaban sólo dos días para que compareciera de nuevo ante un juez que quizás la hubiese liberado. El alcalde de su ayuntamiento había depositado en la Prefectura (Gobierno Civil) de Marsella un pre contrato de trabajo con su nombre.
Samira no llegó a presentarse ante el tribunal. Un día antes, el 5 de diciembre, tres policías de paisano se presentan en el centro y la conminan a seguirles. “Antes de salir, me registraron y me confiscaron el móvil para evitar que avisara a la RESF, pero yo tenía otros dos móviles que ellos me habían dado y pude dar la voz de alarma desde el cuarto de baño”, explica.
El aviso llegó tarde. Los policías la sacaron a escondidas por la puerta de atrás y la obligaron a montar en un coche con el que la llevaron al puerto de Sète. Allí, Samira se resiste de nuevo y pide auxilio a voz en grito a los pasajeros del barco; “nadie me ayudó y yo pensé, a qué país (Marruecos) me mandan, si toda esta gente no ha movido un dedo para socorrerme”.
Finalmente, uno de los policías se exaspera y la mete en el barco vociferando “Fuera de aquí, no te queremos, vuelve a tu casa”. Después, “diez horas atada” mientras su móvil, que ya le habían devuelto, no paraba de sonar. Con lo puesto y unos pocos euros en el bolsillo, Samira llega a un país que ya no conoce: Marruecos.
Una red de apoyo
No esperaba encontrar a nadie, pero allí la esperaba su ángel de la guarda: Boubker Jamlichi. Este militante sabe lo que es sufrir una injusticia en carne propia, no en vano pasó seis años en los calabozos de Hasán II. Junto con Lucile Daumas, una francesa afincada en Marruecos, y otros militantes ha montado una antena marroquí de la red de Educación sin Fronteras.
Apenas una docena de personas que intentan ayudar a los jóvenes que, expulsados por Francia, llegan a un país en el que muchas veces no tienen ya familia ni un techo donde guarecerse. Otra veces, parte de la familia sigue en Marruecos, pero, como en el caso de Samira, circunstancias personales o bien la larga estancia en Francia han roto estos lazos. La madre de la muchacha la tuvo unos días en su casa y después le dijo que tenía que marcharse.
La RESF hace lo que puede; muchas veces acogen en sus propias casas a los jóvenes. Pero no siempre se puede, Jamlichi se lamenta de que muchas veces no van a recibir a los expulsados pues “les resulta imposible dejarlos en medio de la calle”.
De vuelta a su país, los problemas de los expulsados no han hecho sino empezar. Nada más llegar, la policía marroquí los traslada a la comisaría donde se les acusa de emigración irregular. Sin embargo, la mayoría de ellos salieron de Marruecos legalmente cuando eran menores. Ésta no es una historia de pateras ni escondites en los bajos de un camión, sino de personas para las que la mayoría de edad representa el salto a la marginalidad que supone no tener papeles.
Jamlichi, Lucile y el resto de militantes de la RESF acompañan a los recién llegados y, casi siempre, consiguen su liberación inmediata. En los casos en los que no están presentes, los muchachos pueden llegar a pasar a disposición judicial. En Marruecos, la primera tentativa de emigración ilegal se castiga con un mes de cárcel con la pena en suspenso.
“La desgracia de estos adolescentes”, deplora Jamlichi, “es que todos les abandonan; su país de adopción les abandona y el de origen también”. “Ante esta situación imposible, es el Estado marroquí quien debería hacerse cargo de ellos. En lugar de ello, reciben como un amigo a Sarkozy, el responsable de una política criminal de persecución a los emigrantes”.
Precisamente en Tánger, la ciudad a la que llegan muchos expulsados, el presidente francés presentó el 23 de octubre su Unión Mediterránea. En su discurso, loó la “indefectible amistas franco-marroquí” y la “solidaridad” que debe presidir las relaciones entre Francia y sus socios del sur.
Samira no sabe nada de tan bellos propósitos. Sólo reconoce que, dentro de su desgracia, ha tenido suerte. Desde que llegó a Marruecos, no ha dormido al raso. Jamlichi se apiadó de ella y la alojó con su familia en su casa; después consiguió que un benefactor dueño de un hotel le diera alojamiento gratuito durante un mes.
Ahora vive con unas jóvenes que le permiten que duerma en un sofá de su piso de un barrio popular. Pero “es duro vivir de la caridad”. No encuentra trabajo y sufre por una mentalidad ajena a sus costumbres ya francesas. El haberse integrado tan bien en el país que ahora la ha expulsado, le impide aclimatarse a su lugar de origen. Samira no estaba acostumbrada a no poder salir de casa en cuanto cae la noche a riesgo de ser tomada por una prostituta. “Quiero volver a mi casa”, solloza.
Antiguo campo de concentración
No es la única. También Jihad Errais, otro marroquí aun más joven, 19 años, está “desesperado” por retomar su vida. Jihad era un alumno ejemplar que acababa de obtener una plaza en la mejor escuela de hostelería de París. Sin papeles también le denegaron la residencia, y asustado por las expulsiones intentó viajar a España y se metió en la boca del lobo.
La policía española lo detuvo en Perpignan y lo entregó a sus colegas franceses. Esposado “como un criminal”, fue confinado en el centro de retención de Rivesaltes. Sus instalaciones se alzan en el mismo lugar donde antaño se encontraba un campo de concentración nazi. Allí murieron o esperaron la deportación a campos de exterminio como Auschwitz muchos judíos, gitanos y republicanos españoles. Una placa conmemora aún su recuerdo.
Jihad no se resistió. Le amenazaron con meterle en la cárcel si lo hacía. También pasó encerrado en un camarote todo el viaje a Marruecos. Ahora está en Tineghir, al sur, donde su padre vende verduras en el zoco. Él era la esperanza de su familia, que lo mandó con su tío a Francia para que estudiara.
La escuela de hostelería de Sucy en Brie le ha guardado su plaza. En Marruecos, no existe una formación similar. Jihad ha abandonado, qué remedio, sus estudios.
“Yo nunca he hecho mal a nadie”, explica en un francés de inequívoco acento parisino. “¿Por qué? Te dejan en medio del desierto y te dicen ‘apáñatelas’. No entiendo por qué me han hecho esto. Yo me he esforzado siempre por integrarme y, cuando lo consigo, me expulsan”. Cuando no está en su pueblo, Jihad vive en una habitación en Rabat una “ratonera” dice Lucile Daumas sin ventanas, agua corriente ni cuarto de baño.
“Violencia tremenda”
“La hipocresía de esta política tiene su máxima ironía en que Sarkozy dice que fomentará la inmigración legal contratando en origen a trabajadores marroquíes del sector hostelero, y a Jihad, que iba a estudiar hotelería, le expulsan”, denuncia.
Esta activista no sabe ya qué hacer para ayudar a estos chicos. En cada barco que atraca en Tánger; en cada avión que llega a Casablanca, “vienen cuatro o cinco”. La red no tiene medios para todos. Lucile deplora la “tremenda violencia” que se ejerce hacia estos jóvenes y no se muerde la lengua para señalar también con el dedo a los consulados marroquíes en Francia, “cómplices” pues “expiden salvoconductos sin los que estos muchachos, que no tienen pasaporte, no podrían ser expulsados”.
Hay historias aún peores que los de Samira y Jihad. La RESF ha denunciado casos como el de un adolescente que intentó suicidarse tres veces antes de ser expulsado.
La semana pasada, Lucile recibió una llamada de uno de estos chicos. Nadie había acudido a recibirlo, pero no tenía dinero y no le dio tiempo a decirle dónde estaba. Una segunda llamada se cortó también, justo después de que el chico le implorara “No tengo a dónde ir, ayúdame”. Lucile devolvió la llamada angustiada. El número era de un móvil de un hombre que había prestado su teléfono al muchacho. Desde entonces, silencio. La pista de este adolescente, como la de tantos otros, se ha perdido en las calles de alguna medina de Marruecos.
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