REPORTAJE
Sus nuevas vidas tendrán que esperar
Los menores extranjeros acogidos en los centros de las diputaciones relatan la angustia de no saber cuándo tendrán sus permisos, el hacinamiento y la falta de formación
El País, , 30-03-2008Para Mohamed, la vida siempre estuvo en otra parte. Unos 14 kilómetros, los que separan Marruecos de España, eran el único obstáculo entre ese país en que los días se parecen unos a otros y el sueño europeo. Dos días y medio duró su travesía en patera. “El viaje fue tranquilo” relata. ¿Qué se come en esa precario estructura de madera y esperanzas? “Sardinas y garbanzos”, explica riéndose. Su viaje fue más corto que el de K., un joven angoleño que se coló de polizón el primer barco que pudo para escapar de su país, donde la esperanza de vida no llega a los 40 años. Pocas cosas le quedaban allí: “Mis padres murieron, sólo queda mi hermana”. Hasta tres semanas tardó en arribar al puerto de Pasajes. “No sabía ni a qué país había llegado”, dice.
Todos cometieron auténticas locuras para llegar a España. Los menores extranjeros acogidos en los centros tutelados por las diputaciones se planteaban así la disyuntiva: “Me la juego, o me quedo en Marruecos”, o en Angola, o en Senegal, o en Argelia, o en cualquier país africano incapaz de dar salidas a su propia juventud. “Vine aquí para cambiar de vida. Quiero un coche, un trabajo, ¡quiero vivir!”, clama uno de ellos con sus voraces ojos abiertos en circulo. Casi todos pasan por varios centros peninsulares antes de recalar en los de Euskadi, que tienen buena fama en el boca a oreja que les sirve de guía.
Al entrar en uno de estos centros, los jóvenes viven inmersos en la aflicción de haber hecho ya lo más difícil, llegar aquí, sin poder hacer nada más que esperar. No saben cuánto tiempo más tendrán que compartir una ducha entre 32, o dormir en el suelo. Ni cuándo les entregarán ese deseado rectángulo plastificado, el permiso de residencia, que certifica que no volverán al infierno del que escaparon. Las condiciones en las que son atendidos destacan por su falta de coherencia, de coordinación, y varían mucho según cada provincia. “Están muy angustiados, nadie les explica exactamente qué va a pasarles. Y como están nerviosos, estallan por todo. El incendio del centro de Arcentales empezó por una pelea por tabaco”, señala un educador vizcaíno. El incidente se saldó con dos menores y un vigilante herido. En 2006, otro de los centros de Vizcaya, el de Amorebieta, sufrió un estallido parecido. El albergue de Segura, en Guipúzcoa, ha registrado dos incendios en menos de tres meses este año, con cuatro menores detenidos. Las denuncias de los mismos trabajadores sobre las condiciones de hacinamiento también se repiten en varias provincias.
Todos quieren trabajar para empezar a enviar dinero a sus familias, pero muchos se gastan el poco dinero que tienen en un telefono móvil con MP3 o un jersey de marca. Mencionan un sector en crisis, la construcción, como futura salida laboral.
Vizcaya dispone teóricamente de 328 plazas. En el centro de Artxanda, todos son mayores de 16 años. La mayoría de los más de 60 chavales que viven en él aseguran que no reciben clases de ningún tipo, aunque la Diputación de Vizcaya dice lo contrario. “¿Cómo quieren que me integre si no me enseñan ni el idioma?”, demanda uno de ellos. Algunos llevan en el centro más de un año y medio y temen cumplir los 18 años y verse en la calle sin tener sus permisos de residencia. En las habitaciones parece haber tantas camas como metros cuadrados. Los colchones apenas tienen unos centimetros de espesor.
Encerrados en El Vivero, un bello lugar del monte Artxanda gestionado por la Diputación, cuentan el paso de los días, cuyo tedio ensordece: “Suena la primera campana a las nueve, desayunamos, esperamos, si tenemos tabaco fumamos. Tenemos que barrer la habitación, si no nos quitan seis euros de la paga semanal. A la 13.30, a comer. A las 9, a cenar”, relatan entre todos. Uno de ellos, Yassine, lleva esperando más de un año para ser operado de una dolencia que le hacer cojear cuando camina.
El sábado se gastan gran parte del dinero que reciben en llamar a sus familias – “mi madre es lo único que me queda en ese país de mierda”, dice Mustafá – .
“El objetivo de la Diputación es acabar con el efecto llamada a Bilbao. Me lo han admitido varios funcionarios”, asegura Aniceto Prieto, presidente del comité de trabajadores de los centros. “Quieren que estos chavales digan que están mal cuando llaman a sus casas y compañeros”, añade Prieto, del sindicato LAB. “En el centro de Arcentales, no hay alcantarillado, sólo un pozo séptico. Están a una hora a pie del núcleo urbano más cercano. ¿Cómo se van a integrar si los tienen alejados de todo? Muchas personas se han ofrecido a llevarles por las tardes a algún centro de iniciación profesional, pero no les dejan”, asevera Prieto.
En el Centro de menores Zabaltzen de Vitoria, instalado en la sede de la Cruz Roja, K. prefiere no dar su nombre completo. “Nos han dicho que no hablemos con los periodistas”, explica. Viene del África subsahariana, de uno de esos países que acumulan más años de guerra que de paz en las últimas decadas. No se queja demasiado. “Hago lo que me digan mis educadores”. Lleva todo el día por ahí, dando vueltas, matando el tiempo como puede. Relata que hay unos 32 chicos actualmente en este centro habilitado para 12 personas. Varios siguen durmiendo en esterillas en el suelo, a la espera de que la Diputación termine un nuevo centro en Álava (existen unas 40 plazas oficialmente), anunciado para el próximo verano.
En Guipúzcoa (más de 140 plazas), el centro de menores de Tolosa tiene todas las ventanas cubiertas por una tupida celosía metálica que no permite ver qué sucede dentro. Bilal, de 17 años, viene a visitar a un amigo a este su antiguo centro. “Estaba en el de Segura, el que se quemó. Desde entonces estoy en un albergue, esperando a que me manden a un piso de acogida”. Arriesgó su vida cruzando el Estrecho tres veces, las tres lo devolvieron. A la cuarta, se quedó. “Necesito clases de castellano”, recalca, “está bien aprender un oficio, pero si no hablo el idioma no voy a ningún lado”.
Otro chico, también llamado Bilal, menciona los nombres de las ciudades en las que estuvo como si fuesen medallas. Es incapaz de esperar a que el semáforo esté en verde para cruzar la calle. Se maravilla ante la música que suena a través de unos altavoces en la estación de Cercanías. “Eso en Marruecos es imposible, alguien se los hubiera robado a los tres minutos”, comenta.
“Deben sentir que tendrán sus papeles”, dice un educador
Rashid (es un nombre ficticio) conoce bien a los menores acogidos. Es magrebí, como muchos de ellos y, al igual que los demás educadores que provienen de los mismos países de los que escapan los chavales, hace de nexo entre ellos y su nueva vida. Sabe cuándo darles una amistosa patada en el culo que equivale a un abrazo paternal y también cuándo reñirles.
“¿Sigues esnifando disolvente, desgraciado¿ ¿No sabes lo que le hace eso a su cuerpo? ¿Has dejado de ir al taller? ¿Por qué?”, reprocha a uno de los chicos que estuvo a su cargo meses atrás. Ahora está en un albergue, a la espera de ser trasladado a un piso de acogida. “El disolvente me tranquiliza, y de paso me divierto un poco”, replica el chaval, con las pupilas dilatadas y la lengua insolente. “Sé que hago mal, pero de todos modos me van a echar a la calle haga lo que haga cuando cumpla los 18”.
“Estos chicos están perdidos, son adolescentes. Los hay que vienen muy maduros, que ahorran cada céntimo que les dan para enviárselo a sus familias. Otros vienen aquí como balas perdidas y se dan al hachís y a las drogas. Y después hay una amplia mayoría que está aquí sin saber muy bien qué hacer, que puede caer tanto de un lado como del otro”.
El educador enfatiza esta cuestión: “Tienen que palpar sus permisos de residencia, tienen que sentir que están dentro de un proceso y que, si hacen bien las cosas, se terminarán quedando. Le tienen mucho miedo a volver”, resalta. “¿Si nos pagan bien? A los que no tenemos los diplomas, no demasiado. Pero esto es algo vocacional: con tal de salvar a uno de estos, me doy por satisfecho”.
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