Inmigración en el siglo XXI
Diario de Noticias, , 25-03-2008S
ERÍA apasionante la tarea de acercarnos al Otro (escrito así, con mayúscula, como gustaba al periodista y gran humanista Richard Kapuscinsky) y descubrirnos como poseedores de mil riquezas distintas que pueden compartirse en aras al bien común nunca mejor dicho desde el respeto al diferente. Pero la relación con el Otro se viene complicando más en la medida que apuntamos a una aldea global uniforme.
El interés económico nos ha embriagado la existencia en aras al máximo beneficio posible, aun a costa de la miseria de millones de personas y de pueblos enteros. Desde esta miseria, el fenómeno de la inmigración es una huida hacia lugares con posibilidades de sobrevivir y desarrollarse como personas en sus estadios de dignidad más básicos: libertad, alimento, trabajo, sanidad… Vienen a nosotros para su subsistencia.
Y esta avalancha de flujos migratorios transnacionales se ha convertido en una enorme patata caliente que evidencia algunas de las más importantes contradicciones de nuestro sistema. No importa. Algunos recrudecen los mensajes alarmantes creando un totum revolutum en el inconsciente colectivo que hace del racismo una realidad menos execrable en la práctica de que lo afirmamos en teoría.
No cabe apelar al argumento de la saturación de Europa, puesto que demandamos mucha mano de obra barata mientras que se tiende a criminalizar a estos extranjeros (sentencia preventiva, podríamos decir) para convertirlos en una ciudadanía limitada y sometida a criterios de orden público. Son vistos como un peligro para los ciudadanos de primera y una competencia desleal en el mercado de trabajo, quejoso de su presencia pero no de su explotación.
Su status se asemeja más al imaginario de siervo que quisiéramos ver nueve horas al día como sujeto productivo de deberes que se volatilizase hasta el día siguiente; y así sucesivamente. El inmigrante es un extraño al que se le condicionan sus derechos hasta que no deje de ser diferente. Tiene que crearse una nueva vida distinta a la que ha mamado y por la que tampoco ha optado voluntariamente. La integración social se queda en una injusta asimilación. Por un lado, son personas peligrosas en lucha por mantener su equilibrio y la propia identidad y, por otro, parias, en el sentido que Weber daba al término: el de personas que viven una exclusión político social.
Al final, son conflictos de inclusión y de amenaza que generan luchas de identidad y de poder social. Habría que delimitar, pues, las identidades no negociables que no son elegidas y tienen una fuerte dimensión simbólica: la comunidad nacional y la comunidad de fe. Sería interesante si pudiésemos analizar el fenómeno al revés: el de los europeos emigrando a países islámicos; seguro que muchos se tornarían más comprensivos con la problemática de la inmigración islámica.
Hemos llegado al punto de enjuiciar a culturas enteras. El inmigrante no es un extranjero necesariamente hostil cuanto que de otra cultura, de otra sociedad, que huye del hambre para insertarse entre nosotros, aunque le veamos como el chivo expiatorio de nuestras contradicciones, miedos e injusticias.
Es hora de actualizar el Derecho Internacional en materia de derechos humanos individuales y colectivos a la luz de los desafíos actuales de etnicidad, religión y multiculturalismo derivados del orden injusto que rige las relaciones Norte-Sur. Y también de fomentar una colaboración interdisciplinar desde la educación y la sensibilidad social si queremos soluciones legales fiables e integradoras.
Ante la inmigración que sólo sabe de hambre, crece el riesgo de nuevas divisiones y conflictos desde una Europa encastillada frente al cuarto mundo pobre, heredero del colonialismo europeo tan influyente en su pobreza. Lo de Estados Unidos y su política exterior ha sido el remate, con su american way of life tras lo que se esconde un proceso de asimilación impuesto, que ni Europa ha estado dispuesta a consentir, hasta ahora.
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