Sospechosas ya antes de ser madres

El País, AMANDA MARS, 25-03-2008

Cuando regresó a la oficina después de la baja por maternidad, su ordenador y su mesa habían desaparecido de la oficina. Elena, nombre ficticio, era una alta directiva de una empresa industrial mediana en Barcelona. Una ingeniera que ronda la treintena, con experiencia profesional – no ficticia – en tres países. Buscó una silla y se sentó a esperar al director general. Al llegar, éste le informó de que su papel en la empresa había cambiado.

“No creerás que íbamos a esperarte”, le dijo. Y la relegó profesionalmente hasta que se marchó de la empresa. A principios de año acabó un suplicio que, cuenta, arrancó el mismo día en que comunicó su embarazo. Trabajaba 10 o 12 horas diarias. Para cubrir su puesto, asegura, contrataron a dos hombres.

El mobbing maternal, o acoso moral, o maltrato psicológico. En román paladino: hacerle la vida imposible a la embarazada o madre y lograr, en ocasiones, que se vaya de la empresa es una lacra latente. No es generalizada, pero los casos existentes se dan en todas las escalas profesionales. De la ejecutiva a la dependienta. Aunque resulta más fácil de superar para las primeras, que lo afrontan con un perfil profesional más solicitado.

“Es el menos divulgado de los tipos de maltrato laboral y tiene una particularidad respecto al resto: no se hace para destruir moralmente a la trabajadora, aunque también se consigue, sino que tiene vocación ejemplarizante. Se utiliza para disuadir al resto de empleadas de tener más hijos. Y lo consiguen, por eso España tiene una tasa de natalidad en mínimos”. Lo explica Iñaki Piñuel, psicólogo del Trabajo y autor del Informe Cisneros de 2006. Varios indicadores dan idea del nivel de incidencia de este maltrato. Uno de cada diez empleados declara que ha sufrido acoso psicológico en el trabajo y, de éstos, el 13% cree que se debe a su condición de mujer.

La Fundación Madrina (902 32 33 29) asiste a una media diaria de 70 madres jóvenes en dificultades, buena parte de ellas inmigrantes, y el 78% con conflictos laborales de por medio. El balance de actividad de su fundación resulta esclarecedor: de las mujeres que ha atendido desde 2000, el 80% identificó el embarazo como la primera causa de su despido y el 90% se sintió previamente hostigada.

El presidente, Conrado Giménez, no duda en asegurar que “el embarazo es una mala noticia en la empresa y un factor de desigualdad en el trabajo” y “lo malo”, añade, “es que la mujer tiende a aguantar más, a denunciar menos los casos de mobbing, por eso hay muchas más denuncias de hombres que de mujeres”. La mayoría, además, exige el anonimato para contar su caso porque están convencidas de que dar a conocer su identidad les perjudicará profesionalmente en el futuro. El panorama resultante, explica, es desolador: las secuelas del mobbing son la autoestima baja, la vulnerabilidad, fobias a lugares, a personas.

La legislación protege a la mujer que ha sido madre de un despido y la ampara cuando reclama jornada reducida para cuidar a su hijo. Pero el día a día, el trabajo cotidiano, el trato personal, en definitiva, es territorio comanche. Es lo que le ocurrió a Elena, la ingeniera – no ficticia – de Barcelona. “No me rebajaron el sueldo, claro, no podían, pero pasé de ser la mano derecha del jefe, que no podía hacer nada sin consultarme, a no tener de repente el perfil adecuado para seguir dirigiendo a la gente. Me dieron unas funciones muy inferiores, me relegaron, mi superior apenas me hablaba”, explica.

El patrón de este tipo de acoso suele ser el mismo. Cuando la trabajadora regresa de la baja maternal, se le asigna un trabajo de responsabilidad inferior, rutinario y se descalifica constantemente su resultado.

Las empleadas con contrato temporal, como Raquel Blanco, lo tienen crudo. Con 34 años, trabajaba hasta hace poco en una frutería del mercado de Maravillas, en Madrid. Tenía un contrato temporal de seis meses. Cuando supo que esperaba un hijo, sus compañeras trataron de convencerla de que no le dijera ni una palabra al propietario hasta que fuera evidente, porque estaban seguras de que la echaría. “Pero como acababa de ser abuelo, pues, me dije, será sensible y tal. Pero se quedó blanco y me dijo. ¿Cómo ha sido? Pues cómo iba a ser…”. Le aconsejaron que pidiera la baja maternal anticipada porque así la ley obligaría a que se le renovase el contrato. Pero no lo hizo. Tampoco su jefe se deshizo de ella inmediatamente. Le hizo un contrato por otros tres meses y le explicó sin remilgos que lo hacía para apurar hasta acabar los nueve meses de gestación. Cuando acabaron, estuvo otras tres semanas trabajando sin contrato. Luego rompió aguas. Y le dijeron que no volviera.

“Pero lo malo fue cómo me trataba cuando estaba allí. Me empezó a dar siempre a mí los trabajos más pesados, los que no podía hacer por la barriga, me criticaba siempre, me mandaba callar si hablaba un poco con una clienta”.

Lo relata con su hijo Aaron, de cinco meses y medio, en un brazo y con el teléfono en otro. Y con pocas esperanzas de encontrar un nuevo empleo a medio plazo, pese a no haber parado de trabajar en limpieza y distintos puestos de alimentación desde muy joven.

En el caso de Raquel, las compañeras de trabajo la respaldaron y la intentaban ayudar con las tareas más duras si su superior se lo permitía, pero no siempre es así. El mobbing procede muchas veces de los propios compañeros como efecto perverso de la mala organización del trabajo. El más frecuente es el descendente, un 20% es entre compañeros por rivalidades o celos y un 9% hacia los jefes, cuando los empleados conspiran para hacerle la cama a su jefe.

La profesora Nuria Chinchilla, directora del Centro Internacional Trabajo y Familia de la escuela de negocios IESE, explica que esta situación se produce “cuando las empresas no tienen política de conciliación y el trabajo de la mujer que pide la jornada reducida o la baja maternal recae en sus compañeros, que acaban perjudicados”.

En este sentido, cree que también es necesario romper una lanza a favor de las empresas, para las que transformar toda la estructura operativa y lograr una verdadera política de conciliación genera unos costes a corto plazo difíciles de asumir para algunas compañías. La Ley de Igualdad aprobada por el Gobierno obliga a las empresas de más de 250 empleados a negociar con los agentes sociales planes de igualdad, pero cumplirla más allá del papel no es sencillo y Chinchilla opina que “el Estado debería dar ayudas y apoyar a la firma que está haciendo bien las cosas”.

Y algunas lo hacen. Pero, tal y como explica Almudena Fontecha, secretaria de Políticas de Igualdad de UGT, “eso no significa que sean socialmente responsables”. Aprobar planes de igualdad “es simplemente cumplir la ley, para nosotros tener una verdadera responsabilidad social corporativa es ir más allá de lo que es obligatorio”. Y no se trata, a su juicio, de lo que una gran compañía hace con vistas a la galería. “¿De qué sirve firmar convenios de colaboración con entidades de mujeres si luego tú discriminas a tus trabajadoras?”, se pregunta.

El problema de todos los afectados por acoso en el trabajo a la hora de defender sus derechos – y esto ocurre igual a hombres y mujeres – es encontrar pruebas suficientes para demostrarlo en un eventual juicio contra la empresa. Los sindicatos reciben a diario cientos de consultas sobre este tema. “¿Cómo puedo demostrar que mi jefe me maltrata? ¿Cómo puedo demostrar que no me han renovado el contrato porque me he quedado embarazada?”. Chinchilla recomienda evitar un juicio a toda costa. “Hay que pertrecharse de evidencias, todas las posibles, correos electrónicos, grabar conversaciones. Y presentarse con todo ello para lograr una salida pactada”. Pero si se opta por esta solución, el problema queda escondido debajo de la alfombra.

Este es justo el mal sabor de boca que le ha quedado a Elena. Su caso resultaba tan flagrante que pactó con la empresa una indemnización y escapó del mobbing. Ahora cuenta que se siente “un poco culpable” al recordarlo: “Yo busqué una solución individual y no lo denuncié, es como dejar que siga ocurriendo”. Si ella, que se encuentra en una buena posición, que no tiene dificultades económicas, no denuncia, “¿cómo lo van a hacer otras en situaciones de mayor debilidad?”, se pregunta.

Elena habla de buena posición porque su perfil profesional – del que evita hacer públicos los detalles para evitar la estigmatización en su cerrado gremio – está solicitado en el mercado de trabajo. Igual que le ocurre a una médica de 34 años de Pozuelo (Madrid) que tampoco da a conocer su verdadero nombre. Trabajaba en una empresa de gestión de recursos sanitarios y médicos y, al tener a su tercer hijo, pidió una excedencia de un año. Un día antes de regresar le informaron de que, en lugar de reincorporarse a su puesto, debía dirigirse al Departamento de Recursos Humanos para que la recolocaran. Su pecado fue pedir la jornada reducida. “Decían que eso era un agravio comparativo respecto al resto de compañeros, pero no es cierto, porque me rebajaban la parte del sueldo correspondiente”, explica. Decidió no regresar. La presión funcionó. “Sé que a las personas que pasan por esas situaciones les quedan unas secuelas muy graves”.

Ocurrió el pasado mes de octubre y no ha vuelto a trabajar desde entonces, pero está a punto de fichar por otra empresa tras haber pasado por varias entrevistas. La maternidad no ha supuesto ningún problema en el proceso porque su sector “es muy específico y falta gente”.

Eso sí, en las entrevistas le han preguntado por su situación familiar. Y es que a veces el acoso empieza en la misma entrevista de trabajo.

En Estados Unidos es ilegal hacer cualquier pregunta personal sobre pareja, hijos o intención de tenerlos en un proceso de selección de personal para evitar cualquier sombra de discriminación, explica Iñaki Piñuel, profesor de la Universidad de Alcalá de Henares. “Yo mismo, que he trabajado en recursos humanos, aconsejo a mis alumnas que mientan. Dado que la empresa no tiene derecho a preguntar sobre la vida personal, y que callarse también es perjudicial, les recomiendo mentir. Es triste, pero un mal menor”, sostiene.

Almudena Fontecha, de UGT, lo describe gráficamente: “Una mujer fértil, en una entrevista de trabajo, es juzgada como una madre en potencia. A los empresarios no les gusta admitirlo, pero es así”.

Sobre este espinoso asunto, un portavoz de la empresa de selección de personal Randstat sostiene que, al menos en su caso, la maternidad o potencial maternidad de una mujer no supone ningún agravio y añade que los elevados porcentajes de mujeres contratadas por ellos lo demuestran. Sin embargo, un estudio encargado por esta misma empresa a la escuela de negocios ESADE concluyó en 2006 que “estar casada y tener un hijo es un factor decisivo de la discriminación de la mujer en el mercado laboral”.

Según el Informe Randstat se produce “una brecha” en la trayectoria profesional de las mujeres cuando éstas se casan y tienen hijos, “lo que provoca una ruptura que luego difícilmente se recupera cuando la mujer con hijos en edades ya escolares quiere reincorporarse al mundo laboral”. El miedo a que una empleada se quede embarazada se basa en su particular ideario: que las madres faltan más al trabajo, rinden menos y sufren una repentina desafección al trabajo.

“Lo peor es que la mujer tiene todo esto asumido, sabe que no le renovarán el contrato si se queda embarazada y les parece natural. ¡Lo han interiorizado!”, lamenta Piñuel. Y, en su opinión, pintan bastos. La desaceleración económica, advierte, va a disparar los casos de mobbing por la presión a la que se ven sometidos los mandos intermedios y la necesidad de ahorrar costes en despidos. Tampoco puede obviarse que las dificultades para encontrar otro trabajo obligan a aguantar estas situaciones y a eternizar el maltrato.

Todo conspira para que nadie se quede embarazada, la embarazada es hostigada y perseguida. Las que ven esa situación se lo piensan siete veces. Tiene un efecto dominó. Una pedagogía perversa. Es también una forma de disuadir de tener el segundo o tercer o cuarto hijo.

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