"No reconocí a mis hijos, ni ellos a mí"

El País, JUAN JESÚS AZNÁREZ, 23-03-2008

Hace pocos meses, la colombiana Luz Marina A., de 51 años, acudió a un locutorio para poder ver, por primer vez en siete años, a sus dos hijos en Bogotá, de 18 y 12 años, a través de una cámara conectada a Internet. “No pude decir una palabra. Lloraba. Yo no les reconocía físicamente, ni ellos a mí. Y lo peor de todo es que me preguntaban por el dinero”. Luz Marina no puede viajar a su país porque, al estar irregularmente en España, si sale, no podrá entrar. La mensualidad de 400 euros a sus hijos, de los que se separó cuando tenían diez y cuatro años, forma parte de los más de 7.500 millones transferidos por los inmigrantes en España a sus familias el pasado año.

El masivo desembarco de divisas ayuda al desarrollo, pero esconde desgarros familiares, rupturas matrimoniales, hijos descontrolados, pérdida de afectos, depresiones, malos tratos y suicidios. Son los daños colaterales de la inmigración, fundamentalmente femenina: el drama invisible. “No sé si hice bien en venirme a España”, dice Luz Marina, cuidadora de una anciana española.

La mayoría de las mujeres separadas de sus esposos e hijos por la inmigración sufre las dolorosas consecuencias de una lejanía y un reagrupamiento que tarda en llegar, o fracasa porque los miembros de la familia ya no se aceptan, ni se reconocen. Apenas hay estadísticas sobre un fenómeno que se sufre calladamente, sin registro demoscópico.

Las mujeres latinoamericanas abrieron el camino en España en condiciones penosas: cuidan hijos ajenos y sufren el distanciamiento de los propios. Durante el arduo proceso hacia la regularización, numerosas mujeres perdieron al marido, que las olvidó o se emparejó de nuevo en Quito, Cali o Santo Domingo.

Muchas veces el dinero de las remesas se agota en dispendios, proyectos irresponsables o estafas. “No sabe la cantidad de mujeres que salen llorando del locutorio y tengo que consolar. O es el marido, o los hijos, o la madre o el dinero, pero siempre problemas”, resume el encargado de un locutorio en el distrito madrileño de Ciudad Lineal. Muchas pierden el trabajo y acaban en la prostitución, una actividad que ocultan a sus familias. El 80% de las 300.000 mujeres que se prostituyen en España, según estimaciones, son extranjeras en situación irregular, y por tanto más expuestas a los abusos.

España cuenta con 1.700.000 mujeres inmigrantes, con una media de 34 años de edad, el 80% de ellas empleadas en el servicio doméstico, el comercio y la hostelería, según datos oficiales. El 54,2% de la inmigración latinoamericana es ahora femenina, pero hace seis años representaba casi las dos terceras partes, de acuerdo con un estudio del Fondo de Naciones Unidas para la Población.

“Son mujeres a las que se exige y que se exigen adaptarse a los tiempos, a los ritmos, a las demandas y a las necesidades de los otros”, señala Gema de Cabo, jefa de proyectos del Centro de Estudios Económicos Tomillo (CEET). “Sus intereses, sus necesidades, sus sentimientos, como mujer o como persona quedan en segundo término”, añade.

Muchas no encuentran sentido a su presencia en España, se arrepienten de haber venido, viven solas y tristes, y creen que su trabajo no les permitirá alcanzar sus sueños. “Son mujeres que se sienten cada día más lejos de los suyos, atrapadas y sin futuro: ni en su país, ni en España”, resalta De Cabo.

La vulnerabilidad emocional y la sensación de desamparo son tan intensas, que Sandra, una inmigrante ecuatoriana, se dejó embarazar por un pelanas para tener un hijo y mitigar su soledad. A los tres meses, lo pensó mejor y abortó. “Quiero volver a Ecuador para ganarme el cariño de mi hija, aunque quizás no lo consiga”, se lamenta. Quiere volver, pero no sabe cuándo, ni a qué.

La presidenta de la Asociación Hispano – Ecuatoriana Rumiñahui, Dora Aguirre, conoce bien el drama, causado por las fuertes presiones psicológicas y emocionales a las que están sometidas las mujeres de la inmigración. “Nuestras vidas, sociales, familiares, de pareja, están rotas, y nuestros códigos de asimilación de la nueva realidad que vivimos están sometidos a una constante evolución”, subraya. “Y en estos casos, las circunstancias laborales en que nos encontramos inmersas son criminales. Hay casos de internas que se han suicidado, y mujeres que sufren profundas depresiones, ansiedad, bulimia y anorexia”.

Hijos que ya no quieren vivir con sus padres, parejas rotas, y mujeres que han cambiado su personalidad en España: se han hecho más libres. El desarrollo de esa individualidad, sin embargo, entra en colisión con el secular machismo del esposo. En muchos casos, el desencuentro acaba en violencia. Un total de 99 mujeres, 28 de ellas extranjeras, fueron asesinadas el pasado año en España, según un informe sobre muertes violentas en el ámbito doméstico y de género. La mitad de las mujeres que denuncian maltrato son extranjeras en algunas comunidades, entre ellas La Rioja.

La entrada en colisión responde a que la mujer inmigrante es autónoma, tiene un empleo e ingresos propios y ya no depende de su pareja, mayoritariamente machista. En muchos casos mantiene a toda la familia. “El hombre no lo acepta bien y ahí se produce un deterioro de las relaciones y frecuentemente el maltrato”, agrega Aguirre.

El formato es éste: el esposo llega a Madrid, Barcelona o Málaga después de años de separación y se topa con una esposa menos sumisa, menos dispuesta a aguantar los gritos, la bebida y las infidelidades. En ocasiones, la esposa mantiene relaciones con otro compatriota o con un español. Pero hasta el reencuentro, bueno o malo, los maridos e hijos esperan el dinero de España como agua de mayo.

“Yo quiero lo mejor para ellos, pero no dejan de pedir. El otro día tuve una gran bronca con mi hija adolescente porque no quiero mandarle dinero para un ordenador y un móvil. Hay otras necesidades más urgentes”, señala la paraguaya Elvira, empleada en el servicio doméstico. Es otro de los daños colaterales: cuentan con más dinero que sus amigos, cuyos padres en Asunción pueden ganar 300 o 400 euros al mes. El 40% de los habitantes de la región vive en la pobreza.

Rosa Peris, directora del Instituto de la Mujer, constata que aumenta el número de mujeres protagonistas de proyectos migratorios autónomos para mejorar sus condiciones de vida “y aliviar las formas de control social tradicionales, y que no quieren reproducir los modelos de vida de las mujeres de su entorno, que quieren estudiar y ejercer una profesión”. Son mujeres pioneras que pagan cara su emancipación.

La escritora argentina Cristina Civale, autora de varios trabajos sobre exclusión, violencia e inmigración cita las violaciones de los derechos humanos causados a muchas empleadas domésticas, con trabajos que exceden sus funciones: “Se enfrentan a la paradoja de estar junto a unos niños extraños ganando dinero para sus propios hijos, que en el 70% de los casos vive todavía en los países de origen, y a los que no pueden ver muchas veces por años”.

Noelia, de 40 años, doméstica sin contrato, sabe lo que es sufrir. “Mientras comía la señora, yo tenía que estar de pie, junto a ella, por si acaso necesitaba algo. Y no me dejaba ducharme todos los días. Y cuando no podía dormir, tenía que sentarme en su cama tomándole la mano”.

Noelia comentó a los hijos de la señora, de unos 70 años, el trato que recibía, pero no le hicieron mucho caso. “No te preocupes. A veces es un poco rara, pero no es mala”. Un día Noelia, se hartó, cobró la mensualidad, y después se metió en la bañera y disfrutó del baño y del agua caliente durante una hora. “La vieja pegaba en la puerta para que saliera, pero no le hice caso. Fue una pequeña venganza”, recuerda.

No tardó en buscar otro trabajo. Una vez que consiguió legalizar su situación, se trajo de Ecuador a su marido y a sus dos hijos, y con los cuatro sueldos compraron un piso. “Mi marido es un poco machista, pero lo quiero y le aguanto. Ya no bebe tanto como antes. Espero que poco a poco vaya cambiando”.

Algunas parejas consiguen la deseada conciliación, pero otras sucumben en el intento.

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