Domingo de Ramos
El País, , 18-03-2008Es domingo de Ramos. Las campanas anuncian las once de la mañana y en la iglesia de Sant Agustí, en el Raval, no cabe un alma; es la única de Ciutat Vella que luce completamente atiborrada. Sus fieles, en su mayoría inmigrantes, asisten a ese templo para recibir el sermón en su lengua materna: el tagalo y el castellano; pero sobre todo, porque en su interior se encuentran las vírgenes y los santos patronos de sus países.
Se oyen los cánticos en tagalo de más de 700 filipinos que han llegado a la bendición de ramos desde las diez de la mañana; fuera en el portal, una multitud de latinoamericanos espera impaciente poder entrar y atender la misa en castellano. “Oye cómo se está alargando la misa de los filipinos”, dice una mujer. “¡Cuidado con el niño, que te lo machucan!”, advierte otra al sentir que el espacio se hace más y más pequeño. “¡Juanita! Acá estamos”, grita un joven. “¡Vaya ya terminó!”, dice una más.
Un mar de filipinos sale del templo cargando espectaculares ramos de palma, que contrastan con los modestos ramos de laurel que llevan los latinoamericanos: “es que los de palma están muy caros, pero lo que importa es la fe”, explica Jacinta, una ecuatoriana que forma parte del coro de la iglesia, mientras ve pasar la procesión filipina que parece no tener fin. Entre el tumulto, aparecen los rostros de raza malaya que se confunden entre el humo del incienso y los ramos que les cubren. Cuando avistan a los últimos, se abalanzan: “pidito, rapidito Malena y cuidado con el escalón”.
Ahí va el niño Gustavo de 10 años, quien llegó de Paraguay hace un mes para reunirse con su madre después de tres años de separación. Lleva en su mano una veladora que dejará a la Virgen de Caacupé, la que salvó de la muerte a un indio guaraní. Gustavo también es guaraní y le gusta mostrar que es valiente: “Cuando volví a ver a mi mamá me puse alegre, pero no lloré”.
Los pequeños entran a la iglesia bien peinados con el cabello relamido y los padres se han puesto sus mejores ropas. Un montón de cochecitos de bebés se quedan en las orillas, a unos les coge la hora de la papilla y entre un amén y otro, se van a un rincón a alimentar al crío. Otras madres llevan a sus hijos a la capilla del Roser, donde están la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba; el Señor de los Milagros, patrono del Perú; la Virgen de Guadalupe, patrona de México, y la Virgen de Caacupé, patrona del Paraguay.
En esa iglesia, durante la Semana Santa no sólo aflora la devoción, sino también la identidad. “¡Mira! la del manto violeta es nuestra virgen, hijo”, le explica una madre a su niño que no para de señalar las imágenes. “¡Aquella virgen morena es la que te cuida mija!”, señala un padre refiriéndose a la Guadalupe que se le apareció a un indio Náhuatl.
Cruzando La Rambla, la iglesia de la Mercè, en el barrio Gòtic, luce casi vacía, sólo mujeres mayores acompañadas por amigas del barrio y una que otra pareja de ancianos que se hacen compañía frente a la patrona de Barcelona. Las pocas familias que van con niños esperan fuera de la iglesia, donde los pequeños juegan a los espadachines con las varas de palma a las que han puesto golosinas y muñecos de peluche. Intentan aventarse a la fuente, pero son frenados por sus padres, quienes se entretienen haciéndose fotos con los parientes que han llegado de La Mancha para la Semana Santa.
“¡Venga, Xavi!, ponte pa’ la foto”. “¡Mirad! ¡Mirad! ¡Sonreíd!”.
Llegan otros. Echan una rezada exprés y salen a la plaza de la Mercè a tomar el sol, donde se encuentran con otros vecinos como Consol, quien ha vivido 60 años en el Gòtic y lleva los mismos visitando la iglesia: “Así es nena, la mitad de los que venían ya están muertos y los jóvenes ya no vienen”.
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