El polideportivo de Babel

El Periodico, KIM Amor, 29-02-2008

“Well done, Johnny”, grita alguien desde la grada. Y Johnny, que acaba de batear con fuerza, corre como si le persiguiera el diablo hacia la primera base. Unos metros más allá, unos chavales sudaneses juegan al fútbol, y en la cancha de al lado varios jóvenes malayos andan enfrascados en un partido de baloncesto. Es viernes por la tarde, día festivo musulmán, y estamos en el Victoria College, una antigua escuela británica de El Cairo reconvertida hace décadas en un colegio egipcio.
De su esplendor de antaño, el centro educativo conserva un espacio inmenso a cielo abierto que los fines de semana se llena de extranjeros dispuestos a sudar la camiseta. Hay dos campos de béisbol, uno de rugbi y otro de fútbol. Además de un terreno asfaltado equipado con dos canastas y otro con una red para practicar el voleibol. Adinerados expatriados occidentales y asiáticos comparten este espacio con refugiados de guerra subsaharianos. Eso sí, cada grupo anda a su bola.
Los estadounidenses ocupan, cómo no, los campos de béisbol, siempre bien cuidados. “Tenemos una liga de veteranos con 14 equipos”, explica Orlando, un portorriqueño que trabaja en la Embajada de Estados Unidos en El Cairo. Su equipo se enfrenta hoy a los Hess, empleados de una petrolera. “No creas que todos los equipos son americanos, también hay uno japonés y otro de filipinos”, advierte con un perrito caliente entre las manos.
Los niños sudaneses, entre tanto, golpean un balón de cuero desinflado que parece caerse a trozos en el campo de fútbol. La mayoría dicen ser del Barça, y de hecho cuatro de ellos visten la camiseta azulgrana. El más pequeño, Martin, de 11 años, es un luchador nato. Ya lleva tres goles, y eso que juega descalzo. En el último gol se ha liado a golpes con Thomas, el portero del equipo contrario. Todos son cristianos del sur del Sudán, excepto los hermanos Naser y Mohamed, dos musulmanes que llegaron a El Cairo con sus padres huyendo de la guerra de Darfur.
En el campo de rugbi se juegan otros dos partidos de fútbol. En una parte del terreno compiten una docena de surcoreanos, y en la otra, un nutrido grupo de jóvenes y atléticos subsaharianos, procedentes de países como Ghana, Camerún y Costa de Marfil. La tocan bien en comparación con los asiáticos, más bien bajitos y con unos kilos de más. Unas horas antes, allí mismo unos paquistanís jugaban al críquet.
La lengua árabe irrumpe con fuerza a las tres de la tarde, cuando el almuédano de la mezquita que está dentro de este recinto amurallado llama a la oración por los altavoces que cuelgan del alminar. “Come on, Bob!”, exclama en ese momento una mujer rubia que masca chicle. El tal Bob, de los Hess, no ha sido capaz de agarrar con el guante la bola que acaba de caer del cielo. Los lamentos de la cheerleader apenas distraen al empleado egipcio del colegio que reza junto a la mezquita.
La torre de Babel multiétnica y multicultural se desmonta tarde en la noche, cuando alguien cierra la puerta del recinto. Mañana les toca a los británicos, que jugarán un partido de rugbi.

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