Llega el AVE a Barcelona y al Museu d’Història de la Immigració, en Sant Adrià de Besòs, ha llegado un vagón, falso, de aquel tren, el Sevillano, que supo de tantos andaluces con gorra y madera.
A mí no me da la gana llamar inmigrantes a los andaluces de entonces. Ni a aquellos gallegos o aragoneses. O sea, que me da igual que a ese museo de Sant Adrià lo llamen de la inmigración. El alcalde Canga, con quien he compartido algunas misas rocieras, me daría la razón, si pudiera. Seguro.
¿Cómo voy a llamar inmigrante a Consuelo? Ni hablar. Consuelo era de Torrequebradilla, Jaén. Me enseñó a comer migas, me descubrió el gazpacho y, mientras mi madre estaba enferma, me contaba increíbles historias de un prodigioso individuo a quien toda la provincia de Jaén llamaba el Santo Custodio. Ni hablar, alcalde. Consuelo no era inmigrante. Era andaluza.
Estos días, siguiendo el programa que Manuel Campo Vidal presenta en BTV, escuchando los testimonios de aquellos que llegaron cuando Consuelo, me doy cuenta de lo mucho que ha cambiado el trajín de vivir, que siempre ha sido duro, muy duro para algunos, pero que entonces, cuando Consuelo me enseñaba a comer migas, era aún peor, mucho peor. Y, sin embargo, aquellas personas a quienes, con mucha suerte, les aguardaba en Barcelona una barraca, hablan sin rencor de aquellos tiempos. Hablan sin rencor y reconocen la realidad: aquí solucionaron sus hambres y concretaron sus sueños. Lo suyo era intentar prosperar. Eso decían entonces. Como cuando los nuestros llegaban, por ejemplo, a Buenos Aires.
Ahora, y quien no lo reconozca es un político, un hipócrita o un profesional de la falsa solidaridad, son demasiados los que antes de llegar ya están exigiendo incluso lo que muchos indígenas no exigimos. Algo, pues, estamos haciendo mal. Algo que tampoco beneficia a esos nuevos conciudadanos.
Quizá la culpa la tenga Colón, que hizo lo mismo que los emperadores incas o aztecas, pero a quienes algunos indigenistas intentan elevar a los altares.