Se habían criado en el seno de una familia, cuyo lema era sálvese quien pueda y donde el más preciado valor era siempre, la fuerza bruta. Como adolescentes precoces, sus únicas preocupaciones se centraban en demostrar lo machos que eran. Repetían patrones de conducta que habían copiado, de determinadas películas de acción, que llegaron a ver en el cine, en más de cuarenta ocasiones. Cada vez que moría una mujer, a manos de su pareja, ellos bromeaban, exclamando: «¿Una mujer menos!», ante la tímida reprimenda, de unos progenitores complacidos. Ahora la tenían tomada con los extranjeros, que se habían convertido en el enemigo a batir. Disfrutaban, organizando batidas nocturnas, con los colegas, para apalear a todo aquel que tuviera la desgracia de tener rasgos exóticos o la tez más oscura, de lo supuestamente normal. En verdad no se trataba de rebeldía, ni de justicia mal entendida, ellos no cuestionaban la falta de recursos económicos de la clase barriobajera, a la que pertenecían. No se planteaban, ni tan siquiera, cambiar ese entorno heredado. Aceptaban una vida abocada al fracaso, marcada por los empleos precarios, el paro, las relaciones sentimentales turbulentas, los embarazos no deseados, los abortos y el hastío de la rutina. Buscaban emoción en las drogas, el alcohol y las juergas desenfrenadas, que terminaban en bronca o tragedia. Sin entender que la verdadera fuerza nace de la voluntad y de la autodisciplina, ellos alimentaban su odio hacia los inmigrantes, que venían a España, con afán de superación, y de encontrar estabilidad para sus familias.

El racismo era, en verdad, una manifestación de la envidia. Envidia porque los Come mierdas, como ellos los llamaban, algún día tendrían esa casa, que ellos nunca podrían comprar y ese coche, que ni se atrevían a intentar conseguir.

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