Integrar a los inmigrantes

Las Provincias, 17-02-2008

en corral ajeno

La noticia de estos días, por su carácter excepcional, ha sido la designación de una mujer, Amparo Sánchez Rosell, valenciana, para más señas, como responsable del Centro Cultural Islámico de nuestra capital. Lo insólito de esta situación lo ratifica el que sus dos hijos, mayores de edad, no pretendan hacerse musulmanes: “Ellos quieren vivir la vida”, dice la madre, en una muestra de tolerancia.

La mayoría de los fieles que rezan en las 65 mezquitas de la Comunidad —siete, nada más en el Cap i Casal— pertenecen al colectivo de 90.000 inmigrantes islámicos, según explicaba en un descriptivo reportaje en LAS PROVINCIAS Paco Huguet.

Aún estamos muy lejos, por supuesto, de las cifras del resto de Europa Occidental. En un solo barrio londinense, en el de Brick Lane, por ejemplo, hay ya una treintena de mezquitas que, con las tiendas étnicas y el atavío de los viandantes, convierten la zona en una pequeña Bangla Desh. Pero todo esto acabará llegando tarde o temprano a nuestro país.

Un indicio de que las cosas cambian vertiginosamente lo tenemos en la aprobación de la secta de Tom Cruise y otros artistas de Hollywood como iglesia legal registrada en el Ministerio de Justicia. Tras su legalización, en España son ya 1.400 las confesiones religiosas no católicas existentes.

El único, y mínimo, problema creado hasta ahora es el de si los padres musulmanes puede imponer o no a sus hijas el uso del velo en los colegios. La paradoja es que eso sucede en pleno furor de un laicismo anticatólico. Precisamente para sacar a Turquía de su atraso postimperial, hace ya un siglo Kemal Ataturk prohibió los signos religiosos externos en escuelas y lugares públicos. Ahora, en cambio, en una vuelta atrás de la historia, el régimen de Tayyip Erdogan vuelve a permitirlo.

Esos escarceos rituales, con todo, no son más que la espuma de un mar de fondo: el de cómo integrar a los inmigrantes. La mera formulación de esa hipótesis parte ya de una premisa que algunos ponen en cuestión: la de que los inmigrantes deban adaptarse a las costumbres y hábitos del país que los acoge y no conformar guetos diferenciados, encapsulados y excluyentes que puedan originar conflictos étnicos, culturales o religiosos.

Lo dijo hace bien poco en Francia Nicolas Sarkozy y nadie se rasgó las vestiduras por ello. Lo acaba de hacer aquí Mariano Rajoy y de inmediato la vicepresidenta Fernández de la Vega le ha acusado de “crear un problema donde no lo hay”. ¿No será, más bien, que la propuesta trata de prevenir un problema antes de que lo haya?

No parece descabellado, como ha hecho el líder del PP, desearles a los recién llegados “capacidad de adaptación”. ¿O es que preferimos convertirles desde el inicio en parias sociales? Por eso, aspirar a que los extranjeros que se instalen aquí compartan nuestra lengua y nuestras costumbres, sean personas cualificadas que conozcan las leyes y la cultura española, vengan protegidos con un contrato laboral desde sus países de origen y encuentren en toda la Unión Europea unas normas comunes supondría para ellos una bendición en vez de un castigo.

El último que acaba de manifestarse sobre estos temas es el comisario europeo Franco Fratini. Y no para criminalizar a nadie ni para hacer nuevas fichas policiales, como algunos han pretendido insinuar. ¿O es que no está fichado aquí todo el mundo mediante el DNI? Bueno, todos menos los ilegales y clandestinos. De lo que se trata, precisamente, es que una Europa que hasta ahora carece de una legislación migratoria común consiga que circulen libremente sus ciudadanos y no se cuelen a través de los aeropuertos, por ejemplo, cuatro de los ocho millones de inmigrantes ilegales que se presume que hay.

Ese sistema de cuotas por nacionalidades y esa exigencia de conocer la Constitución y el idioma la viene imponiendo Estados Unidos hace mucho tiempo. Es la que le permite naturalizar cada año ni más ni menos que a un millón de nuevos ciudadanos de todas las razas, colores y creencias. Y esos norteamericanos recién incorporados al país suelen ser, curiosamente, los más orgullosos de su nueva patria.

Una situación de ese tipo, adaptada a la peculiar idiosincrasia de una Europa aún en sus balbuceos, sería beneficiosa para el viejo continente. Si no, con papeles o sin ellos, los inmigrantes seguirán siendo unos ciudadanos de segunda que sólo se irán integrando gota a gota y no podrán gozar no ya de la posibilidad de votar, ni siquiera la de llevar la vida digna a la que todos y cada uno de ellos tienen el mismo derecho que nosotros.

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