Emigrantes ilegales en su propio país
Miles de campesinos chinos son explotados en zonas especiales, como Shenzhen, y tratados como foráneos
La Razón, , 12-02-2008Angel Villarino
Enviado Especial
Cruzan la calle sigilosamente, como sombras, en grupos de cinco. Sin mirar hacia atrás, sin cambiar el paso, hacen oídos sordos a las preguntas de LA RAZÓN, se niegan a detenerse en plena calle. Antes de que de tiempo a más, se refugian tras unas puertas de latón, en los dormitorios comunitarios de las fábricas para las que trabajan. Son chinos y están en China, pero tienen algo que esconder. Se calcula que en el área e Shenzhen viven en torno a 8 millones de obreros y aspirantes a obrero. De ellos, en torno a la mitad no tienen «permiso de residencia» para vivir, ni mucho menos para trabajar aquí.
A pesar de que China ha ido abriendo progresivamente sus puertas al mercado y a la iniciativa privada, no todas las áreas del país cuentan con la misma libertad. Shenzhen, «zona económica especial» donde se hicieron los primeros experimentos con el capital, es el territorio más mercantilizado de la China continental. Y por ello el más rico, el más codiciado, el sitio al que las empobrecidas masas campesinas sueñan con llegar.
Esta ciudad ha llegado a crecer al 28 por ciento anual en sus mejores años. La cifra se ha quedado últimamente en poco más de la mitad, pero sigue siendo un tercio más alta que la del resto del país. La renta per capita es la mejor de China: 10.000 dólares al año, el doble de la media. Con estas cifras (apuntaladas por reclamos mitológicos como el de la torre del Shung Hing Square, el noveno rascacielos más alto del mundo) Shenzhen es un potente imán, la tierra prometida para millones de jóvenes, y no sólo, que buscan desesperadamente llegar hasta aquí.
«Tiempos modernos»
Hacen esfuerzos inauditos por lograr el famoso «permiso especial» que da derecho a quedarse, intentan sortear las barreras de vigilancia o, con más frecuencia, acceden con un pase de «visitante» y se quedan a vivir. En definitiva, hacen exactamente lo mismo que los inmigrantes ilegales en el resto del mundo. Y aunque el Gobierno chino los llama de otra manera, en la práctica lo son: inmigrantes ilegales en su propio país.
Son también los callosos pies del dragón, la parte más desprotegida y sacrificada de un milagro económico que deslumbra y la vez asusta a todo el que se asoma a su interior. Vistos con los ojos del que llega de fuera, los lugares donde viven y trabajan parecen la pesadilla estajanovista, los «Tiempos Modernos» de Chaplin.
Duermen en catres instalados en barracones anexos a las fábricas, se alimentan en comedores comunes, se duchan en baños compartidos, ven la televisión en una misma sala, trabajan 12 o 13 horas sin parar, libran sólo un día de cada siete, tienen una semana de vacaciones al año (dos y media los más afortunados), ganan entre 70 y 200 euros al mes, no ven casi nunca a sus familias y están sometidos a los caprichos y los frecuentes maltratos de capataces y dueños.
Mientras, sus jefes conducen coches deportivos, hablan con móviles de 500 dólares y se gastan en los restaurantes y saunas de la ciudad más de lo que uno de sus empleados cobra en todo el mes.
Y, sin embargo, los trabajadores siguen llegando, llamando a la puerta de las fábricas, pidiendo un sitio en la cadena de montaje e intentando superarse en los controles de productividad, con los que muchas cadenas de montaje, imitando el modelo japonés, ofrecen premios y aumentos salariales a los mejores, cuyas fotos cuelgan después en la entrada de estos horrendos edificios grises: felicidades al explotado mes.
Estos trabajadores, que con su esfuerzo abaratan los costes de los procesadores Intel, de los I – Pod de Apple y los ordenadores IBM entre otros muchos productos, apenas crean problemas sociales y no se manifiestan casi nunca, como sí hace la clase media y la china rural.
Una infelicidad relativa
«Hay que mirar el lado positivo de las cosas porque siempre estamos hablando de la explotación a la que están sometidos los obreros chinos y nos olvidamos de que ellos luchan y se sacrifican por conseguir uno de esos trabajos que a nosotros nos parecen una pesadilla. Lo hacen porque creen que aquí pueden prosperar, subir escalafones en la fábrica y pagar la educación de sus hijos. Mi impresión es que no son tan infelices como nos los imaginamos». Es la opinión de un empresario australiano que hace negocios desde hace años en Shenzhen y gracias al cual LA RAZÓN pudo acceder a ver con sus propios ojos como respira «la fábrica del mundo» en los polígonos industriales de esta extraña ciudad.
Enviar
0 Comentarios
(Puede haber caducado)