El contrato de inmigración en una economía global

Las Provincias, 10-02-2008

La iniciativa de exigir un contrato de integración a los inmigrantes que quieran instalarse en España está siendo despreciada por el Gobierno que la califica de xenófoba, por los partidos que se encuentran a su izquierda que la califican de racista y por algunas organizaciones de inmigrantes que la han llegado a tachar de inconstitucional.

Se trata de una iniciativa interesante con la que los populares han vuelto a tomar la iniciativa en esta precampaña electoral y que no debería pasar desapercibida para la opinión pública.

El clima electoral no está contribuyendo a situar la iniciativa en el contexto de las políticas de seguridad europeas y, sobre todo, en el contexto de una economía global. A la izquierda le interesa destacar los aspectos más reguladores y controladores de la iniciativa, como si se tratara de una propuesta represiva impropia de un partido liberal.

Para la izquierda, los populares son intolerantes, racistas, xenófobos y conservadores, algo así como los mejores aliados del profesor Samuel Huntington en su propuesta de un choque de civilizaciones. Si la izquierda siguiera por este camino daría señales de que no quiere afrontar con seriedad el problema y, sobre todo, demostraría a la socialdemocracia europea que sus aliados españoles han perdido el rumbo de una izquierda responsable.

El contrato de integración no puede entenderse como una propuesta cerrada sino como una iniciativa abierta para que la inmigración se plantee no sólo como un problema de derechos sino como un problema de obligaciones.

Si la izquierda española fuera menos analfabeta de lo que está demostrando ser, aceptaría el reto de los populares y transmitiría a la opinión pública el mensaje de que tan importantes son los derechos como los deberes. El electorado de izquierdas no se merece unos líderes políticos instalados en una cultura de los derechos que corre el peligro de convertirse en una cultura de la subvención electorera. Está necesitado de una cultura de la responsabilidad y de las obligaciones, por ello cada vez hay más socialistas serios que discrepan del gobierno.

Los ciudadanos que se sienten de izquierdas necesitan unos representantes políticos que también hablen de deberes, de obligaciones y de virtudes cívicas. El contrato de integración que ahora se propone es, ante todo, un aldabonazo a la opinión pública nacional e internacional para demostrar que en nuestro país aún hay iniciativas políticas serias.

Un aldabonazo para mostrar la fragilidad de un estado social que hasta ahora sólo se había planteado como proveedor infinito de derechos donde quienes piden responsabilidad, coherencia moral y justicia social son tachados de reaccionarios, integristas y hasta fascistas.

En el contexto de una economía global, el contrato de integración podría entenderse como un contrato de integración laboral y económica, es decir, como una herramienta para regular los inmigrantes como mano de obra que necesitan los diferentes sectores de una economía en expansión.

Hasta ahora, las políticas de inmigración eran planteadas en términos estrictamente económicos y el inmigrante era visto como mano de obra, consumidor, contribuyente o simplemente como usuario. El contrato plantea un giro radical en las políticas de inmigración porque ya no las plantea en términos estrictamente económicos sino que las plantea en términos éticos, cívicos y culturales.

Esta propuesta de contrato, además de la obligación de cumplir las leyes o aprender el español, se plantea la necesidad de algo tan revolucionario como respetar las costumbres. Y este es el punto que ha generado más polémica porque en un estado liberal y democrático de derecho, las costumbres no deberían ser exigibles por ley.

Un problema importante en las democracias liberales y no en los sistemas de tradición musulmana; un problema también importante en el igualitarismo liberal y las políticas de integración diferenciada, sobre todo para no confundir los mínimos morales exigibles de una integración liberal con los máximos morales no exigibles de una integración étnica o comunitaria.

Los populares están haciendo un gran esfuerzo de pedagogía política para dejar claro que se refieren a cuestiones básicas de salud pública (higiene), de disciplina escolar (igualdad), o de una ética mínima común como el rechazo de la poligamia, la ablación del clítoris y, en general, todas aquellas costumbres étnicas contrarias a los derechos humanos.

No lo van a tener fácil porque están más pendientes de las encuestas que de las convicciones morales y, sobre todo, porque se sienten acomplejados cuando afrontan las cuestiones culturales. Se hallan tan prisioneros de lo políticamente correcto que les falta valor para reconocerse dignamente conservadores, liberales o democristianos.

Este esfuerzo de pedagogía política sería menor si en lugar de exigir a los inmigrantes que respetaran las costumbres, como aparece en la propuesta de contrato, se les exigiera el compromiso con los valores constitucionales. Es cierto que apelando a las costumbres introducen un factor prudencial importante que permite plantear la integración de una manera diferenciada.

Sin embargo, también introduce un factor de imprecisión y vulnerabilidad en un discurso político que aún no sabemos si es intercultural, multicultural, pluricultural o intracultural. Esperemos que esta iniciativa no caiga en saco roto y empecemos a tomar en serio no sólo el desafío de una economía global sino de una ética global.

Una ética política donde la figura del contrato de integración se puede entender como propuesta de civilización y no de barbarie.

marinero en tierra

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