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La noche rota

La noche de Bilbao no siempre es tranquila, a veces se rompe. La ciudad esconde delincuencia menor, la del tirón, el robo pequeño basado en la amenaza y el miedo. Un reportero y un fotógrafo de DEIA han recorrido las arterias más oscuras de la ciudad donde grupos de chavales colocados atacan a los transeúntes y mujeres de la calle se buscan la vida con el sexo. Es un trabajo en dos entregas, hoy y mañana, con muchas sensaciones desde las tripas y pocos nombres propios, a veces el anonimato es obligatorio, otras totalmente necesario.

Deia, , 20-01-2008

ojo! No quiero generalizar. Hay moros que han abierto peluquerías, supermercados, restaurantes y carnicerías, y contra esos yo no tengo nada, son trabajadores como yo y mis padres también vinieron de fuera para salir adelante. Pero lo de esos chavales clama al cielo, matan el tiempo apoyados en la pared o sentados en los portales, molestando a las chicas, trapicheando y sin pegar ni golpe".

Un paseante estira la oreja y añade: “El golpe es lo que dan, señora, el golpe es lo que dan”. La mujer compra leche en un comercio regentado por chinos y señala con la cabeza a unos jóvenes magrebíes. “No generalizo, de verdad, conozco moros majísimos y muy integrados, el problema no es de raza ni de religión, sino de delincuencia, me da igual el color de su piel”. Con su crítica se refiere a algunos chicos, varios menores de edad, que vegetan sobre todo por las calles San Francisco, Dos de Mayo y Hernani, y que a ratos se dispersan hacia el Casco Viejo o Zabalburu. Hay quien les llama “moritos” con desprecio, hay quien les llama “putos moros” con punzante odio.

Un funcionario de Bilbao La Vieja que lleva media vida expandiendo un mensaje de solidaridad, todo menos xenófobo, llamó a la Policía para denunciar un atraco y el agente le contestó sin duda ni rubor: “Habrán sido los chavales moros, supongo”. Y aquél, entre asombrado e indignado por el prejuicio, reconoció con tristeza que sí, que habían sido ellos como en otras ocasiones. No son muchos, casi todos están fichados, han sido detenidos decenas de veces y en las comisarías reina la impotencia. Un agente califica la situación de insostenible: “Tenemos las manos atadas y ellos libres, el tópico ese de que entran por una puerta y salen por la otra por desgracia se cumple porque la legislación es muy permisiva, los jueces no saben muy bien qué hacer y nosotros menos, hasta se ríen cuando los detenemos, y por supuesto se sienten más seguros cuando los pillamos nosotros que cuando los pillan in fraganti las cuadrillas a las que roban”.

Un experto en la materia cita tres causas para explicar el fenómeno: primero, nuestro concepto de minoría de edad no se corresponde con la experiencia real acumulada por esos muchachos, de forma que los beneficios legales correspondientes se aplican a sujetos que han madurado demasiado rápido; segundo, bastantes de ellos, lejos de hacerse malos aquí gracias a este sistema garantista, como cree la gente, ya venían maleados de Tánger o Casablanca, provienen de entornos desestructurados, de familias paupérrimas que abandonaron sus aldeas para progresar en el extrarradio de las grandes ciudades marroquíes y argelinas, así que esta es su segunda inmigración y en muchos casos la han hecho solos, sin el paraguas protector de sus padres y hermanos; y, tercero, algunos han pasado la infancia y la adolescencia en centros tutelados por la Diputación y al llegar a los 18 años se hallan de pronto sin más techo que las nubes ni más hogar que el asfalto, sin nadie ni nada a lo que aferrarse. Un abogado de oficio sostiene que la mayoría reincide en el delito o, matiza, ninguno de los adultos a los que ha atendido era nuevo en esas lides con la Justicia.

El paso se da así

Su carrera delincuencial es muy parecida, y aunque cambien los topónimos no cambian los métodos: los más precoces empiezan de niños quitando la paga y el móvil al prójimo en la plaza de Unamuno y alrededores, a puro susto, intimidación o amenaza, siguen con el manejo de navajas que en contadísimas ocasiones clavan, pasan a levantar bolsos y chupas en los bares, de ahí al tirón en la calle o en los parques, al ataque a borrachos sin rumbo, y da la impresión de que cada vez obran con más violencia.

De ordinario actúan en grupos pequeños, dos o tres individuos. A veces piden un cigarro y aprovechan el momento en que el generoso busca el paquete para derribarlo y vaciarle en un santiamén los bolsillos. A veces dan la mano en plan jovial ¡Hola, amigo! y cuando un confiado se la ofrece la aprietan con fuerza y lo inmovilizan mientras un compinche introduce la suya en el pantalón del inocente.

Las víctimas son numerosas, y entre ellas hay ancianas renqueantes, turistas sin brújula, nativos dormidos en los bancos de Albia o en las marquesinas de la Gran Vía y homosexuales recién llegados al barrio rosa de la Villa. A un mozo lo asaltaron al salir de un local de moda y como se resistió lo enviaron de una paliza al hospital con la cara deformada. Un célebre abogado bilbaino se ha hecho cargo del asunto. A un vagabundo le arrebataron a tortas las migajas de su escasa fortuna en los soportales de San Nicolás. A un ecuatoriano ebrio lo amarraron en la calle Bailén, cerca de un bar latino, y lo dejaron sin dinero ni abrigo. A un drogadicto le arrancaron las playeras junto a Bilborock, y allí quedó descalzo y llorando. A un profesor residente en Miribilla lo cazaron cuando volvía de fiesta a casa por la calle Zabala. Incluso un guardia de seguridad malvive preso del terror tras haberlos denunciado. Una tarde lo reconocieron en su puesto de trabajo y le hicieron el gesto mafioso de pasear la mano a modo de cuchillo por la garganta.

Como en el cine

A menudo van puestos hasta arriba de pegamento, de disolvente, y en su patético peregrinaje recuerdan a los críos colombianos de la película La vendedora de rosas. Se pierden haciendo eses, sueltan incongruencias o se pelean por el pañuelo humedecido, la droga que aspiran por las narices. Bajo el invierno gélido deambulan por los cantones como seres alucinados, gritando, desbarrando, y algunos se tornan tan inconscientes que tratan de entrar al bar del que acaban de ser expulsados tras ser sorprendidos con la mano larga.

Cuando son descubiertos y están serenos suelen recurrir a la huida y no falta el previo insulto a sus descubridores: “¡Hijos de puta, racistas!”. Si deciden encararse o se ven rodeados suelen buscar con premura una botella, la rompen contra la acera o la barra y la utilizan como arma defensiva. Varios garitos han contratado a un portero y exigen ahora una entrada no sólo para asegurarse de que todos los clientes consuman algo y controlar el aforo exigido por la ley: de esa manera también impiden colarse a los ladrones y devuelven a los portadores del ticket una tranquilidad que ya se estaba perdiendo al desaparecer incontables bolsos, celulares y cazadoras.

Riesgo de contagio xenófobo

No cabe generalizar ni provocar alarmas excesivas, y es justo y pertinente repetir que constituyen una minoría absoluta entre los magrebíes. Pero tanto la autoridad como los noctámbulos locales son conocedores de un conflicto innegable que si no se detiene a tiempo puede resultar un filón para los oportunistas, un maná para el surgimiento de un populismo xenófobo. Pues para muchos bilbainos el único contacto con un argelino o marroquí se ha producido al padecer una acción delictiva. Habrá mil razones y sinrazones históricas que aclaren por qué el colectivo de inmigrantes peor visto por la población es el magrebí, pero sólo un irresponsable negará la penosa influencia de la actual delincuencia.

Un artista y hostelero, contertulio de Telebilbao, para quitarse el sambenito de racista definió el cuadro con palabras simples y muy gráficas: “¿Por qué nadie tiene miedo al cruzarse con tres negros a las cuatro de la mañana y sin embargo acelera el paso cuando se le acercan tres chavales moros?”. La pregunta retórica encierra complejas respuestas pero una es muy transparente para bastantes ciudadanos.

Existe ya el riesgo de que esa opinión negativa se convierta en un verdadero movimiento social de tintes ultras. Hasta el momento son el entorno privado y la red de redes los lugares para el pataleo y las propuestas tajantes, el escupidero sin censura. Un vecino de Indautxu se despacha en internet como jamás lo harían un periodista o un político: “Estoy harto de ver moros en el centro de bilbao dando palos a la noche a todo dios que pueden. Hay que darlos bien para que escarmienten. Putos moros de mierda”. Un cocinero musculoso echó a correr tras el zagal que le había birlado la cartera en el puente de la Merced, lo agarró junto a la calle General Castillo y casi lo mató a rabiosos puñetazos entre dos contenedores de basura. El origen de una extraña tunda recibida por un magrebí a manos de varias personas en Cantalojas hay quien lo sitúa en un frío y preparado acto de venganza tras un robo. Y se están dando sucesos similares con una profusión muy preocupante.

El palo y la zanahoria

El problema tiene difícil solución y no parece haber milagros ni en la mera represalia ni en un exclusivo buen rollito. Los más brutos optan por la fórmula primitiva e ilegal del ojo por ojo, los más escépticos se conforman con esperar el día en que esos muchachos acaben por fin entre rejas, pues vista su empecinada deriva no conciben sino un negro futuro para ellos. Algunos organismos públicos y organizaciones no gubernamentales trabajan sin tregua por intentar sacar a esos jóvenes delincuentes de la calle, enseñarles un oficio y torcer así su destino funesto, casi predeterminado. Y 2008 ha traído dos novedades que simbolizan el palo y la zanahoria, el castigo y la reinserción. Durante la pasada noche de Reyes, dos marroquíes, uno de ellos menor de edad, regalaron una monumental paliza a dos chicos en Barakaldo. A uno le robaron el teléfono tras agredirle de forma salvaje recién estrenada la madrugada, y al otro le sorprendieron por la espalda a las cinco de la mañana, lo sujetaron por la nuca, lo hirieron y lo desvalijaron. La novedad no es el modus operandi ni la posterior detención de los agresores. Lo llamativo es que “en una decisión poco habitual”, el juez ha ordenado el inmediato ingreso en prisión de ambos, uno en la cárcel de Martutene y el otro en la de Basauri.

La zanahoria, la solución alternativa preferida por la lógica humanista y las instituciones, llega con la apertura en la calle Lamana, en Bilbao la Vieja, de un centro de ocio para los adolescentes no acompañados y no sólo para ellos. La Asociación de Inmigrantes Marroquíes de Euskal Herria (Azraf), en colaboración con el Gobierno vasco, ha puesto en marcha este sitio en el que los chavales disponen de cocina, juegos, biblioteca, películas, prensa en árabe y un lugar en el que refugiarse de la intemperie y encontrar calor, compañía y cariño. Les organizan excursiones, les enseñan informática y, sobre todo, mientras los mantienen ocupados les evitan despeñarse en el abismo de la delincuencia. Es una noble y urgente puerta a la esperanza, una venda necesaria antes de que este problema sorprenda a la ciudad como el grisú de las minas, que no se ve pero termina explotando.

El problema de esta delincuencia tiene difícil solución y no parece haber milagros

El concepto de menor de edad no corresponde con la experiencia real de estos muchachos

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