Comentario Sociológico Antonio Papell
Svetlana: matar al mensajero
El Día, , 27-11-2007EL HECHO HA SIDO IMPACTANTE y terrible: la joven rusa Svetlana Orlova fue asesinada la pasada semana en Alicante por su ex pareja, Ricardo Navarro, después de que la mujer se negara a una teatral reconciliación durante un programa de televisión de los llamados “rosa”. Después del encarcelamiento del asesino se ha sabido que este sujeto ya había sido condenado en dos ocasiones por agredir brutalmente a su ex mujer, de nacionalidad marroquí, y en el momento de acudir al plató tenía sobre sus espaldas una última condena por malos tratos a Svetlana que aún no le había sido notificada.
No es la primera ocasión que sucede algo parecido. Los medios han recordado otros episodios semejantes, historias de relaciones rotas que terminan en asesinatos consumados o frustrados tras exacerbarse los rescoldos al calor de los focos, en el caldero de la publicidad, traídas al observatorio mágico de la televisión, que para muchos ciudadanos es más que un espectáculo: forma parte alienante de su mundo, como si tras la pantalla de televisión estuviera físicamente la habitación de las aventuras y los sueños.
Podría decirse, quizá, que las televisiones deberían saber a quién presentan en sus programas frívolos, en sus repertorios de la llamada “telebasura”, para evitar que lleguen a las ondas delincuentes convictos, pero es manifiesto que este discernimiento resulta poco practicable: no se le puede pedir a cada ciudadano su certificado de antecedentes penales, ni es lógico reclamar de las empresas de comunicación que ejerzan tareas policiales o psiquiátricas. Es claro que ha de hacerse todo lo posible para evitar lo sucedido, pero también lo es que el asesino que mata a su pareja es la infrecuente excepción, la patología extrema y rara en un mundo de relaciones sociales en que, por suerte, el amor y el desamor se manifiestan pacíficamente, son uno de los argumentos principales de la creación artística y constituyen el nutriente intelectual de muchas personas que gustan de verse reflejadas en el prójimo o de emular lo que ven a su alrededor.
En definitiva, se podrá criticar cuanto se quiera la “telebasura” o los “programas del corazón”, pero la crítica o el elogio deberán basarse en los contenidos de tales programas y no, obviamente, en que de tanto en cuanto son el trampolín que utilizan los desequilibrados para cometer un parricidio.
Simultáneamente a esta reflexión, procede otra: se equivoca quien piense que es esta oferta televisiva de subproductos sensibleros la que genera la correspondiente demanda: con toda lógica, hay que reconocer que es la demanda la que engendra la oferta. O, dicho en otros términos y puestos a buscar patologías, sería la sociedad la enferma. En una economía de mercado como la nuestra como es obvio, también en las esferas mediáticas de la comunicación funciona el mercado, los contenidos se adaptan a las exigencias de la comunidad con un rigor que tiene incluso fundamentos científicos. De hecho, hay mucho dinero en juego y las audiencias son elementos esenciales en el difícil negocio de la televisión.
En definitiva, es insensata la creencia, más o menos consciente, de que sucesos como el que suscita este comentario estimulan la violencia de género. Esta lacra, que tiene este año un preocupante repunte numérico desde principios de enero, ya se han producido más víctimas mortales que en todo el año pasado, tiene echadas raíces muy profundas en el cuerpo social y no es lícito atribuirla ligeramente a fútiles razones. No es esta televisión la que engendra el machismo, que es un producto muy elaborado por las generaciones que nos preceden hasta incrustarse en todos los intersticios de la incultura actual.
Todo esto viene a cuento y ya es hora de decirlo de un temor nada infundado: cuando suceden estas secuencias un asesinato después de un programa de televisión, surge en el acto la tentación de regular, de legislar, de prohibir, de organizar. De matar al mensajero, en una palabra. En una especie de clamoroso “vivan las cadenas”, alguna asociación de periodistas ya ha reclamado la rápida creación de un consejo del audiovisual estatal. Que, por cierto, estaba en el programa electoral 2004 del PSOE, como parte de la reforma del sistema de los medios públicos, y que ha sido pospuesto atinadamente después de realizar lo más sustantivo y admirable de aquella propuesta: la neutralización ideológica del audiovisual público.
Si se profundiza en el asunto, se llegará a la liberal y democrática conclusión de que la mejor regulación de la libertad de expresión es la que (casi) no existe, si se exceptúa lo que dice lacónicamente el Código Penal de las injurias y las calumnias. Bien está que la vicepresidenta Fernández de la Vega se entreviste con las televisiones para reclamar sensatez y autorregulación, pero no hace falta dar ni un paso más allá. Éste es un país adulto en el que sobran normas y falta a veces clamorosamente el sentido común.
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