Mar de desesperación

Diario Vasco, 26-10-2007

La angustia, el miedo y la desesperanza que nutren la inmigración ilegal dan lugar en demasiadas ocasiones a desenlaces dramáticos cuya lamentable repetición no debería, en ningún caso, dejar de conmovernos. El hallazgo por parte de un pesquero español de un cayuco a la deriva en aguas de Cabo Verde, con siete cadáveres a bordo y un único superviviente entre las 57 personas que iniciaron la trágica travesía hace un mes, debería volver a confrontar a las sociedades occidentales con las fatales consecuencias que está acarreando la trata internacional de seres humanos. Las palabras del patrón del Tiburón III atestiguan la frustración de muchos marineros ante la imposibilidad de rescatar a quienes se ven obligados a jugarse la vida; al tiempo que suscitan la sobrecogedora incógnita de cuántos inmigrantes naufragan realmente en alta mar, y de cuántos otros fallecen por la insolidaridad de barcos que no respetan las normas de auxilio humanitario. Unos interrogantes que sitúan muy lejos de la realidad la cifra de extranjeros – más de un centenar – que han perecido en su travesía hacia Canarias en lo que va de año. Pero de ninguna manera se puede minusvalorar el efecto tanto de las estrategias disuasorias y punitivas como de aquellas que incentivan la colaboración con los países de origen. La promoción de alternativas para evitar la inmigración ilegal ha propiciado una reducción del 68% en el número de subsaharianos llegados a las costas canarias; un resultado que debería animar la política común europea, que tiene entre sus objetivos la identificación y eventual corrección de las causas que motivan las arribadas de africanos a la UE, y también los planes sobre Cooperación Internacional del Gobierno español. El compromiso de Rodríguez Zapatero de que España destinará la próxima legislatura el 0,7% del PIB a la lucha contra la pobreza y el infradesarrollo cuenta con el suficiente consenso social para que la ayuda se concrete en iniciativas eficaces. Porque la prevención de la desigualdad, el acceso a la educación y la capacitación profesional no sólo pueden concebirse ya como un gesto de compasiva generosidad, sino como la mejor garantía para frenar el intolerable tráfico con la desesperación.

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