PRIMERO en Cataluña, después en Ceuta, el problema del velo islámico en la escuela pública ha saltado de nuevo a la opinión pública. En ambos casos, las autoridades correspondientes – la Generalitat en un caso, el Ministerio de Educación en el otro – han zanjado la polémica obligando a los centros a admitir a las escolares tocadas con la ‘yihab’. El argumento, falaz por cierto, ha sido el mismo en ambos casos: supuestamente, el artículo 27 de la Constitución da primacía al derecho a la educación sobre cualquier otro interés.

Y sin embargo el velo, como cualquier identificación religiosa o política que produzca discriminación, tiene que ser proscrito en la escuela pública. Sin alardes, pero con rotundidad y exhibiendo en todo caso el abanico argumental que sostiene semejante actitud. Las razones no son difíciles de entender.

El uso del velo no es, evidentemente, una inclinación infantil. Y los adultos que imponen a sus vástagos femeninos esta prenda y pretenden que la luzcan llamativamente en los escenarios del proceso educativo no tienen un afán inocente: hacen reivindicación pública de unas creencias religiosas que – digámoslo claro – minusvaloran y postergan a la mujer. En el ámbito sociocultural islámico en que el velo está incuestionablemente implantado, la mujer está sometida por completo al hombre, e incluso en ciertas zonas ideológicas de especial fanatismo se la somete cruelmente a la ablación de clítoris para que no experimente placer alguno en las relaciones sexuales con el varón.

El Estado español es laico. Y eso no significa que sea antirreligioso, sino que la religión pertenece al ámbito de las creencias privadas, de forma que ninguna religión es oficial y todas pueden ser libérrimamente abrazadas y practicadas, siempre que no interfieran con las leyes que aseguran la libertad y la igualdad de todos. Así las cosas, quienes abracen el Islam deberán saber que aquellas expansiones – el velo o el ‘burka’ – que supongan una discriminación exótica y objetiva están vedadas. Por lo que, en efecto, al ser de aplicación el artículo 27 de la Constitución que declara que «todos tienen el derecho a la educación», los musulmanes que se consideren vinculados a esas prácticas vienen obligados a retirar aquellos atuendos que son inadmisibles en el sistema educativo español. El argumento va precisamente en esta dirección y no al contrario.

Obviamente, detrás de este dilema está la ya vieja y agotadora cuestión del multiculturalismo, que tan magníficamente ha resuelto el politólogo Giovanni Sartori (Véase ‘La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros’. Taurus 2001). Resumidamente, el ensayista italiano sostiene la tesis de que, ante la pluralidad cultural de nuestras sociedades impregnadas de inmigrantes, no cabe afirmar que todas las culturas son iguales, y que, por lo tanto, es idéntico el derecho de todas ellas a imponerse sobre las demás. Una simple y liviana reflexión nos convencerá de que hay culturas más evolucionadas y refinadas que otras, de forma que por grande que sea el ejercicio de tolerancia que hagamos los occidentales, no tenemos por qué plegarnos a universos culturales que todavía están lastrados por la superstición, la discriminación de la mujer o la homofobia, o que aún se mantienen vinculadas internamente a formas primitivas del Derecho.

Los responsables ministeriales o autonómicos de la Educación en España sostienen que no es preciso regular el velo en normas positivas porque los conflictos que aparecen se resuelven con ‘naturalidad’. Algunos pensamos en cambio que en un país tan proclive a la ‘legiferación’ que denunció Unamuno debería fijar estos principios para que no haya lugar a equívocos. Y para que quede de manifiesto que aquí no se postula un Estado multicultural sino integrado, de forma que quienes decidan venir a este país y sumarse voluntariosamente a la tarea de construirlo han de saber que están obligados a acatar el vigente Estado de Derecho y toda la filosofía política que lo inspira, sin perjuicio de que ellos participen también a su debido tiempo a la magna obra colectiva. No es nada nuevo: en Turquía, donde el 99 por ciento de la población es musulmana, están prohibidos todos los signos religiosos externos en la escuela y en los edificios oficiales.

Por consiguiente – y hay que decirlo con paladina claridad – , estos inmigrantes que no están dispuestos a que sus hijos se asimilen a la sociedad en la que viven y pretenden imponer signos identitarios propios harán muy bien en regresar a sus países de origen, de donde nunca debieron marcharse. La nuestra es una cultura mestiza, pero muy evolucionada, que no va a renunciar a sus conquistas convivenciales por la presión de unos cuantos iluminados.



Estos inmigrantes que no están dispuestos a que sus hijos se asimilen a la sociedad en la que viven y pretenden imponer signos identitarios propios harán muy bien en regresar a sus países de origen, de donde nunca debieron marcharse.