¿Xenofobia o hipocresía?

El Día, Jorge Rodríguez Díaz*, 30-09-2007

ESTAMOS acostumbrándonos, peligrosamente desde mi punto de vista, a que se sustituya el debate constructivo por una confrontación sorda y ciega que, lejos de analizar las propuestas, se limita a desacreditar al rival. Es habitual oír que el mundo se divide en dos bandos: el eje del mal y los buenos; los destructores de España y sus salvadores; los corruptos, xenófobos e incompetentes y los guardianes de la pureza y la transparencia. Pero la realidad no suele ser sólo blanco o negro, afortunadamente existen muchos colores y tonos. Este debate político simplista, adornado de demagogia y oportunismo, está provocando que se rechacen muchas propuestas antes de ser analizadas, sin importar el beneficio que podrían reportar a la comunidad. Se asume que son malas porque las propone el otro bando, que ha sido etiquetado con cualquier descalificativo.

Lo cierto es que no hay organización humana ni sistema social que sea perfecto, al igual que tampoco lo es ningún ser humano. Todos, organizaciones e individuos, analizados desde diferentes puntos de vista, presentamos aspectos positivos y negativos, aunque el balance no sea igual para todos.

Nuestra propia evolución natural, que algunos conservadores fundamentalistas niegan, ha derivado en modelos de organización social como la familia, la empresa o el Estado de derecho que, sin ser perfectos, han demostrado su eficacia para contribuir significativamente al progreso de la Humanidad.

En este proceso evolutivo, lento y siempre inacabado, el ser humano se ha constituido en lo que es, un compendio de características y cualidades propias, algunas de las cuales percibimos como aparentemente contradictorias, pero que forman parte de nuestra esencia. Así, por ejemplo, somos competitivos y, a la vez, capaces de cooperar y compartir. Somos egoístas, en el sentido de preocuparnos más por nosotros mismos que por los demás, y no por ello dejamos de ser altruistas y solidarios. En esencia, somos lo que la evolución natural, guiada por la insoslayable necesidad de sobrevivir, nos ha obligado a ser. Ni más ni menos.

Es cierto que la condición humana a veces se nos antoja miserable o ineficiente, y que, movidos por impulsos originariamente nobles, fundamentados en creencias religiosas, ideológicas o éticas, hemos intentado modificar de forma artificial algunas de estas características naturales del ser humano. Pero, ya se sabe, alterar el orden natural de las cosas suele tener consecuencias inesperadas y perniciosas. Dramáticos ejemplos de ello hemos tenido en la historia: quienes se empeñaron en la mejora acelerada de la especie, primando la competitividad y obviando la solidaridad y el altruismo, acabaron en las más feroces dictaduras nazis o fascistas; y quienes negaron la competitividad individual, el derecho a ser diferentes, promovieron dictaduras de izquierdas igualmente crueles y desafortunadas. Estas manifestaciones del totalitarismo, unas y otras, son parte de esa memoria histórica que no debemos olvidar porque de hacerlo podrían repetirse.

Por otra parte, aceptar llanamente la condición humana puede resultar duro, por lo que, para sobrellevarlo y no enfrentarse a la cruda realidad, algunos prefieren adoptar poses. Así, muchos acaudalados conservadores suelen ampararse en inspiraciones divinas para excusar sus privilegios y falta de solidaridad, y acallan sus conciencias con actos de caridad hacia aquellos a los que explotan sin escrúpulos, mientras que, del otro lado, algunos acomodados socialistas que disfrutan de la opulencia de la sociedad occidental se tranquilizan escudándose en planteamientos estéticamente depurados que, a modo de sucedáneo de una ética social que en realidad no practican, les permiten disfrutar también de sus privilegios. Sólo hay que fijarse en qué colegios estudian los hijos de muchos de estos cualificados predicadores de la igualdad social, en qué casas viven, dónde pasan sus vacaciones, etc. Es natural, ellos también son humanos y, en el fondo, además de ser solidarios y altruistas, lo que no pongo en duda, también tienen comportamientos competitivos y egoístas.

Personalmente creo que es menos rebuscado, y sobre todo más auténtico, reconocer nuestra propia naturaleza. La familia funciona como institución social porque está basada en un principio de insolidaridad y, aunque dicho de esta forma pueda resultar hasta escandaloso, en realidad es así: los padres se preocupan más por sus propios hijos y hacen más por su bienestar que por el resto de niños de la Humanidad, y a nadie se le ocurre llamarlos xenófobos por ello, porque en realidad no odian a los demás niños, simplemente quieren y se preocupan más por los suyos. Es un principio que forma parte del orden natural.

De igual forma, tendemos a querer más nuestro barrio, nuestro municipio, nuestra isla, nuestra comunidad autónoma, nuestro Estado, etc. Estas tendencias se manifiestan en la práctica mediante la acción política de partidos que centran su atención preferente en el municipio, en la isla (insularistas), en el archipiélago (nacionalistas canarios) o en el Estado (nacionalistas españoles). Es una cuestión de sentimientos y/o de convicción racional, y no significa necesariamente odiar los otros ámbitos territoriales, simplemente que cada cual tiene sus razones legítimas para defender con más interés uno u otro.

Los nacionalistas canarios no nos avergonzamos de querer más y de preocuparnos más por el pueblo canario que por otros pueblos de España o del mundo, y lo manifestamos abiertamente sin necesidad de adornos estéticos o edulcorantes que enmascaren nuestra acción política. Ahora bien, esta postura no significa que nos sintamos superiores a nadie, ni mucho menos que odiemos o despreciemos a otros pueblos. Simplemente, queremos más aquello que sentimos como nuestro, sin dejar por ello de ser solidarios con el resto de la Humanidad. En este sentido, nuestro convencimiento y legitimidad son tan profundos que los fundamentalistas, ya representen al conservadurismo integrista o la izquierda estética, se pueden ahorrar sus lecciones de falsa moralidad y harían mejor si prestaran más atención a la viga de sectarismo que late en sus propios ojos.

Dudo mucho que nadie esté en posesión absoluta de la verdad, que esté siempre perfectamente alineado con la ética (humana o divina), o que esté permanente amparado por la razón en todos los casos y en todos los planteamientos. Quienes se arrogan sistemáticamente estos privilegios para sí mismos están ciertamente enajenados o hacen gala de una descomunal hipocresía que, de llegar a constituirse en convencimiento moral, podría conducirnos a repetir esos episodios totalitarios de la historia que no queremos olvidar, precisamente para que no se repitan.

A todos nos vendría muy bien un poco más de humildad, de tolerancia y de respeto a los demás. Es muy saludable reconocer que todos somos imperfectos y que ante la imperfección humana no cabe resignarse, sino esforzarnos para que a nivel individual seamos mejores personas cada día, más tolerantes, solidarios y responsables, y a nivel colectivo trabajar para que las administraciones públicas sean más eficaces, transparentes y democráticas, las empresas más productivas y competitivas, los sindicatos atiendan más a la defensa de los trabajadores (activos y parados) y, finalmente, que los partidos políticos nos preocupemos más de resolver los problemas reales de las personas que sólo de pergeñar estrategias puramente electoralistas.

*Miembro de Coalición Canaria

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