MURCIA
Vidas perras
La Verdad, , 23-09-2007Una lágrima baila en los ojos oscuros de Ana, resistiéndose a caer. Su mirada, dibujada en negro, la delata. Lleva cuatro años asomada al abismo, al borde de la misma carretera, vendiendo su alma. Pasa todo el día bajo este árbol, rodeada de basura, esperando.
«Ésta es una vida de perra», repite una y otra vez. Ana es rumana, tiene 46 años y un cuerpo maltrecho y castigado. No es una de esas jóvenes prostitutas que portan ropas atrevidas. Su vientre, descolgado, deja entrever la maternidad de los cuatro pequeños que la esperan en su país. «Ellos lo son todo para mí y, por ellos, soy puta».
Hace cuatro años que Ana decidió abandonar su tierra en busca de un futuro mejor para ella y los suyos fuera de la miseria que se palpaba dentro de las fronteras de su patria. «Decidí venir a España porque me dijeron que aquí podría encontrar trabajo y ganar dinero para mis hijos».
Pronto la ilusión de Ana se vino abajo. «Cuando llegué, enseguida intenté buscar trabajo», se justifica, «pero no conocía el idioma y tampoco me querían para limpiar, ni cocinar». Transcurrían los días y esta inmigrante rumana veía cómo poco a poco se alzaban ante ella muros más y más altos.
La desesperación fue, finalmente, la que condujo a Ana hasta este mugriento rincón, donde nunca creyó que pudiera acabar. «En mi vida me habría imaginado trabajando de esto», se lamenta, «cuando oía que alguna mujer que había sido puta volvía a mi país, me reía». La vida, en ocasiones, da vueltas, trompicones y giros inesperados. «Jamás hubiera compartido ni siquiera un vaso de agua con esas mujeres», lamenta, «me daban asco».
Ese tabú se vino abajo el primer día que Ana se colocó, inexperta, sobre el asfalto. Y la primera vez que, avergonzada, vendió su sexo a cambio de dinero. «Al principio es un trabajo horrible», señala.
Aunque desahuciada de la sociedad, Ana aún pertenece a esa especie que a todo se adapta y para ella ahora la prostitución es su rutina. «Suelo estar aquí 8 ó 9 horas al día y tengo, más o menos, 8 ó 9 clientes», explica.
En el rostro de Ana se dibuja una mueca de disgusto al hablar de su trabajo y los entresijos de éste. «No me gusta lo que hago, ni lo que soy». «Ésta es una vida de perra», repite.
Ana es una de las pocas mujeres al borde de la carretera que no tienen un varón vigilante a sus espaldas. «Yo no tengo chulo», recalca. «Algunas mujeres más jóvenes y bonitas sí que son forzadas para que se prostituyan, pero yo no».
Esta situación, por otro lado, la expone a grandes peligros. «A veces lo paso muy mal», solloza, «muchos problemas con los marroquíes». Ana no quiere precisar a que contrariedades concretas se refiere. Prefiere no ahondar en su dolor.
Un negocio rentable
Ana no esconde que está inmersa en el negocio del sexo porque éste le reporta una suma considerable de dinero, entre 200 y 300 euros diarios. Sus servicios suelen tener un coste que oscila entre los 20 y los 25 euros. «Todo lo que gano, lo mando inmediatamente a Rumania, para que mis hijos pequeños puedan llevar allí una vida digna».
La historia de Ana es la de tantas otras mujeres, en su gran mayoría inmigrantes, que, por una u otra razón, se ven volcadas a esta vida. Obligadas a asomarse al precipio, a patrullar cada día el asfalto, algunas de estas féminas no logran nunca retomar, de nuevo, las riendas de su vida. Viejas y ajadas, se convierten en residuos de una sociedad que les perdió el respeto.
El final de esta pesadilla parece estar cerca para Ana. «Me gustaría volver a mi país para Navidad», sonríe, «cenar con mis hijos, llevarles regalos… Allí es todo tan bonito». El anhelo de la felicidad hace vibrar los ojos de Ana y una lágrima contenida se desliza por sus sucias mejillas.
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