Desde Dentro Ricardo Peytaví
El fin del paraíso imaginario
El Día, , 06-09-2007LAS IMÁGENES de un rumano quemándose a lo bonzo frente a la Subdelegación del Gobierno de Castellón deberían invitar a pensar, con seriedad y sin posturas preconcebidas, sobre lo que está ocurriendo en España. Fundamentalmente porque Rumanía es, a día de hoy, un país tan comunitario como Francia o Alemania; sólo por citar a las tradicionales locomotoras que tiran de la UE. Por lo tanto, un rumano no debería tener impedimentos para trabajar en España, salvados esos dos años de moratoria laboral impuesta en los acuerdos de adhesión. Normativa que no se está cumpliendo a rajatabla, ni muchísimo menos, entre otras cosas porque resulta absurda. Además, ¿por qué un rumano y un griego sí, y un ecuatoriano o un colombiano no? Al menos con los sudamericanos nos entendemos en una única lengua común. Y en el caso de los canarios, hasta hablamos con su mismo acento. Es difícil que los isleños, los andaluces o los eternamente altivos catalanes o vascos adopten no ya las costumbres que nos traen los inmigrantes procedentes de África, sino las que importan ciudadanos de los antes denominados países del Este. Ningún vernáculo va a vestirse con chilaba en nuestras calles, aunque sea el atuendo más cómodo cuando hace calor. Lo que nos cambia es lo que se nos cuela como afín y admitimos como propio sin ningún reparo. Aunque ese es otro asunto demasiado interesante para despacharlo en dos líneas. Otro día.
La reflexión de la que hablo a raíz de un acto desesperado tiene que ver con nuestro supuesto paraíso. Una idea apostillada por la circunstancia de que llevamos dos décadas subiendo y subiendo. En el caso de Canarias, más camas porque a José Manuel Soria –y a otros muchos– nunca le ha gustado la moratoria; más viviendas –un Archipiélago con dos millones de habitantes tiene ya un millón de viviendas– porque si dejamos de construir se acaban las colas en las autopistas: una multitud de albañiles dejaría de ir cada mañana del Norte al Sur para darle a la hormigonera; más tiendas y centros comerciales, porque también hay más gente, en gran medida foránea, a la que venderles cosas; o al menos intentarlo. En definitiva, una economía basada por una parte en el sector inmobiliario y cuanto gira a su alrededor –las propias empresas constructoras, los bancos que venden hipotecas, los intermediarios, unos señores y señoras con sueldos holgados que compran sobre plano para dar un pequeño pelotazo personal pocos años después– y por otra en el consumo interno. Pilares firmes durante muchos años, a la vista está, aunque débiles ante dos contundentes arietes: la subida de tipos de interés y el menor margen de las familias para ir tan confiadamente de compras a la gran superficie.
Lo más grave no es que el pasado agosto –un mes siempre favorable para el empleo– haya dejado 658 parados más en Canarias. La auténtica luz roja se ha encendido cuando el propio Pedro Solbes habla de un inminente período incierto. Si un ministro de Economía, llamado a esparcir siempre la calma, augura malos tiempos, malo. A lo peor, como ha descubierto un rumano antes de prenderse fuego, hemos dejado de estar en ese paraíso ilusorio que hemos construido sobre arena.
rpeyt@yahoo.es
(Puede haber caducado)