Así naufraga un cayuco

ABC, 04-09-2007

LUIS DE VEGA. CORRESPONSAL

RABAT. El afán ciego por dejar de malvivir, la inexperiencia en la mar y la falta de escrúpulos de las mafias hace de las travesías de los cayucos una auténtica lotería. Los últimos en ser rescatados «in extremis» han sido 38 subsaharianos de diferentes nacionalidades, entre los que había dos mujeres y un bebé de cuatro meses.

Con la ayuda de un cayuco nodriza debían alcanzar en la noche del miércoles en alta mar la embarcación que les llevara a tierras españolas. Pero desde el principio todo fue mal y tuvieron que darse la vuelta e intentarlo el jueves.

Junto a ellos viajaba Dominique Mollard, cámara de televisión francés con amplia experiencia como navegante, que lleva desde el año pasado grabando un documental sobre emigración. El periodista se había instalado desde hace tres meses en Nuadibú y ha narrado su odisea a ABC.

Rumbo a El Hierro

«Nos adentramos unas 120 millas (unos 200 kilómetros) mar adentro y pusimos rumbo hacia la isla de El Hierro con ayuda del GPS a unos cinco nudos (millas por hora)», explica Mollard, que casi desde el principio tuvo que ponerse al frente de la expedición ante la falta de experiencia de los tres capitanes que se supone que debían hacerse cargo de la travesía. La gasolina escaseaba y no hacían más que dar tumbos en medio del mar.

«El viento soplaba cada vez más fuerte, el mar se iba rizando y el agua entraba dentro por el pozo del motor con el rebufo de las olas». La dureza del viaje empezó a hacer mella y comenzaron las discusiones. En medio del oleaje, Mollard fue amenazado con una navaja.

«Después de 36 horas me dormí sobre el motor hasta que me desperté cuando dejé de sentir su ruido. Se había parado porque se había roto la goma de alimentación de la gasolina», explica Mollard. Nuevamente sin tener la más mínima idea de que la avería era externa varios subsaharianos empezaron a desmontar el motor. Perdieron tornillos y nunca más volvió a funcionar. El motor de emergencia tampoco encendía.

«Lancé una bengala hacia un barco que pasó a unos quinientos metros, pero ni se inmutaron», se lamenta Mollard. «Era peligrosísimo quedarse a la deriva con aquellas olas en medio del mar. Apagué la cámara porque la prioridad era salvarnos. Había nervios, llantos y gritos a bordo. El bebé se estaba deshidratando. Algunos sabían que yo llevaba un teléfono satélite y me pidieron que hiciera una llamada de emergencia. Otros se oponían y arreciaron las discusiones».

Finalmente al amanecer del sábado Mollard llamó a Salvamento Marítimo de Las Palmas y les dio las coordenadas. Cuando pudieron volver a comunicar le dijeron que en unas dos horas iba a pasar por la zona un barco ruso. «Efectivamente, llegaron en dos horas. Era un petrolero enorme, de 100.000 toneladas. Se arrimaron al cayuco en una maniobra peligrosísima pero necesaria y tiraron una escala de cuerda», relata el periodista.

«Se vivieron momentos dramáticos. Todos querían ascender al buque a la vez. Algunos se lesionaron. Para el bebé pedí que me tiraran una cesta. A las dos mujeres las amarré con una cuerda. La madre del niño se soltó y cayó al mar sin saber nadar. Durante unos segundos, hasta que tiraron del cabo desde la cubierta del barco, se estuvo sumergiendo en el agua. Había olas de cuatro metros», recuerda el informador, que no grabó ninguno de esos momentos porque sólo él era capaz de poner orden en medio del caos. La operación duró dos horas y concluyó a mediodía del sábado.

Una patrullera marroquí

El capitán ruso dijo que esperaban la llegada de un barco de Salvamento Marítimo. «Les dije que estuvieran tranquilos, que iban a llevarnos a España. Nos obligaron a dormir en cubierta, pero para ellos fue una noche gloriosa pensando en que llegaban a Canarias».

Todo se vino abajo cuando llegó una patrullera de la Marina marroquí. El caos se apoderó del grupo, «corrían por todo el petrolero tratando de esconderse hasta en los cubos de basura».

Todos fueron trasladados a la ciudad saharaui de Villa Cisneros (Dajla, desde que fue ocupada por Marruecos). Hubo algunos heridos, pero «después de estar 200 kilómetros Atlántico adentro a la deriva hubiéramos muerto si no hubiera sido por el teléfono satélite».

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