La soledad del maltrato
Diario Vasco, 19-08-2007La sucesión de casos de violencia sexista se engrosó ayer con los disparos efectuados en Ciudad Real por un hombre de 65 años contra su hija y su compañera sentimental, que tenía la intención de abandonarle. El medio centenar de víctimas mortales contabilizadas en lo que va de año amenaza con igualar la terrible estadística de 2006, cuando 77 mujeres fallecieron asesinadas en un goteo negro que interpela a la efectividad de la Ley Integral, al compromiso de quienes deben aplicarla y al nervio cívico de la sociedad. De que ese conglomerado de factores esté adecuadamente engrasado dependen la protección eficaz de las mujeres maltratadas y las garantías precisas para que den el decisivo paso de denunciar. El combate institucional se encontrará inevitablemente lastrado si las víctimas no piden auxilio policial, judicial y asistencial, no se logra recortar el número de demandantes – el 15% de media – que acaba retractándose o no se frenan los quebrantamientos voluntarios de las órdenes de alejamiento. Por frustrante y peligroso que resulte ese desistimiento, conviene recordar que son las mujeres vejadas las que propician la mayor parte de las diligencias incoadas contra sus agresores, con los que han compartido intensos vínculos emocionales y complejas relaciones de dependencia.
Los datos del Observatorio contra la Violencia Doméstica constatan que el 80% de las 30.000 denuncias interpuestas en el primer trimestre del año han sido formalizadas por las propias víctimas, mientras que las de sus familiares o allegados apenas representan el 1%. Si la implicación de éstos resulta determinante para que las afectadas puedan sobreponerse a su profunda sensación de soledad, es del todo exigible no sólo a fin de preservar la seguridad de quienes llegan a ver amenazada su propia vida, sino también para desenmascarar al agresor y confrontarlo con la enorme gravedad que comportan sus intolerables actitudes. Ni la violencia doméstica ha de concebirse como un delito privado, ni los potenciales atacantes pueden seguir disfrutando en su propio entorno de la cobertura de la comprensión, la condescendencia o la desidia. El hecho de que la mayoría de los homicidas sean, sistemáticamente, hombres jóvenes de entre 31 y 40 años obliga a cuestionarse sobre la pervivencia de una agresividad latente, inmune a las campañas educativas y de sensibilización social que también se están topando con una novedosa resistencia entre los inmigrantes susceptible de reflexión institucional. Establecidos legislativamente los protocolos de respuesta ante las agresiones, es preciso depurar la ejecución de las iniciativas previstas, armonizar los criterios judiciales para que una mujer maltratada no tenga que recoger a sus hijos en el domicilio de su agresor y encarar las situaciones de riesgo que se ceban en colectivos tan vulnerables como las extranjeras indocumentadas, las personas con alguna discapacidad o quienes han quedado condenadas a la marginalidad social.
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