EL PROBLEMA DE LA INMIGRACION / Del sueño de una vida mejor

«Vine para comerme el mundo y no puedo ni enterrar a mi padre»

El Mundo, OLGA R. SANMARTIN. Enviada especial, 10-08-2007

Los Corcoveanu, llegados hace dos meses al campamento ilegal de La Herrera, lo han perdido todo tras la muerte de Stefan Los Corcoveanu tenían un plan cuando salieron de Rumanía: trabajarían durante el verano en España y luego disfrutarían todos juntos de un invierno más cómodo en su país. Para algo eran ciudadanos comunitarios. Para algo podían viajar con su carné de identidad sin que nadie les pusiera mala cara.


Claudiu, de 26 años, quería comprarse una casa. Su hermano Madolin, de 18, darle todos los caprichos del mundo a su mujer, la quinceañera Simona, con la que se acababa de casar. Stefan, el padre, soñaba con un televisor más grande. Iba soñando, mirando al cielo, cuando su corazón se paró. El martes murió, de un infarto, a los 40 años, en una encrucijada junto al campamento ilegal en el que se instalaron hace dos meses junto a otros 2.000 compatriotas, a la orilla del acueducto Tajo – Segura, en La Herrera (Albacete).


«Iba andando por la carretera y de repente se desplomó. Estaba muy bien de salud. No nos lo esperábamos», cuenta Claudiu. Acababa de terminar la primera parte del viaje. La familia entera había estado limpiando ajos, a razón de 1,40 euros la caja, seis o siete cajas al día. Claudiu tenía en el bolsillo 3.000 euros recién ganados. Estaba contento.


Por las noches se metía en su tienda de campaña y contaba el dinero. Su mujer, que también se llama Simona, iba al Carrefour o a la tienda del pueblo a comprar chuletas. Enseguida las asaba en la barbacoa. Los niños, Adeline y Alberto, de cinco y tres años, correteaban bajo los pinos. Tenían para aguantar de sobra hasta septiembre, cuando se desplazarían hacia Almendralejo (Badajoz) para participar en la vendimia. Y luego, de vuelta a casa.


«Pero aquí las cosas son muy caras», cuenta el hijo mayor de los Corcoveanu. «Vine para comerme el mundo y ahora ni siquiera tengo para pagar el entierro de mi padre». Las facturas comenzaron a llegar en el hospital. Que si el ataúd, que si había que embalsamar a Stefan, que si el billete de avión y el coste de repatriar el cadáver. En total, 5.000 euros. Claudiu ha tenido que ir pidiendo dinero por el asentamiento. Mil euros por aquí y 1.000 euros por allá. Todos sus ahorros volaron en unas horas. Ahora no tienen nada.


Así que Stella, la madre, no ha podido ir en el avión que traslada el ataúd de su marido. Le pedían 400 euros que ya nadie les puede prestar. Stella ha cogido un autobús de línea, de los que tardan dos días en llegar a Rumanía. El cadáver de Stefan regresará el martes a su país. Stella estará allí para recoger el féretro.


Claudiu se mueve nervioso de acá para allá. Lleva tres días sin comer. Aparta con el pie una botella de cerveza vacía. Alrededor de su hogar se acumula la basura y revolotean cientos de moscas verdes. Sus únicas pertenencias: una tienda de campaña llena de ropa revuelta, cuatro colchones en donde se echan la siesta las dos Simonas, una parrilla y un par de bolsas de cuadros plastificadas del Todo a un euro, las que ya se conocen como bolsas de la pobreza, el símbolo de la inmigración que viene del Este. Claudiu también tiene un móvil, pero apenas hay cobertura en la zona. Su hermano Madolin se ha ido a Albacete, a ver si consigue una corona de flores para el ataúd. Se ha llevado a los niños.


Los Corcoveanu son los últimos rumanos de La Herrera, que desde hace unos meses es la capital manchega de Europa del Este. En el campamento de temporeros han llegado a convivir unas 2.000 personas, según ha denunciado el alcalde de este municipio de apenas 400 habitantes.


Acaba de terminar la temporada de recogida del ajo y, poco a poco, los asentados se han ido desplazando a otros lugares de España en busca de nuevos trabajos temporales que, si hay suerte, pagan a 10 euros diarios. La mayoría de los que en los últimos días ha malvivido junto al Tajo – Segura se ha marchado a Almendralejo. Allí tienen asegurada la vendimia. Y una casa con puertas, ventanas y paredes.


Cuenta Tico, otro compatriota, que en dos días partirán hacia tierras extremeñas. Vivirán 10 personas en un piso de 30 metros cuadrados. Cada miembro de la familia deberá aportar 30 euros para redondear un alquiler de 300 euros mensuales. «Hemos conseguido hacer algo de dinero con los ajos. Y ahora vamos por las uvas», explica. Tico y su familia son de los afortunados. Por eso, pronto dejarán el asentamiento del canal. No se les ha muerto nadie en su aventura de verano.


«Nadie se ha interesado por nosotros, ya no sé qué hacer», se queja Claudiu con los ojos brillantes. ¿Se esperaban esto de España? Su mujer mueve tímidamente la cabeza. ¿Se sienten ciudadanos de la UE? «¿Quéee?».


Cuentan en el Colectivo de Apoyo al Inmigrante que «las ayudas no llegan como deberían». «La Junta desvía la responsabilidad a los ayuntamientos, éstos se encogen de hombros y nadie sabe bien quién tiene las competencias». Mientras tanto, la provincia se ha llenado de temporeros rumanos. En julio de 2005 se registraron unos 260 rumanos en Albacete. Este verano, ha habido 2.000 en un solo pueblo. «Es la primera vez que hay tantos. No habíamos visto una cosa igual», comentan los vecinos de La Herrera. Como la oferta se ha multiplicado, el caché de los temporeros ha bajado. Todos quieren trabajar y ofrecen sus servicios al precio más bajo. Los empresarios contratan a más por menos.


Lo único que pide Claudiu es un empleo – «de lo que sea, sé hacer de todo» – para aguantar de aquí hasta septiembre. Poder alimentar a sus hijos, enviarle algo de dinero a su madre, ahorrar para un billete de avión que les lleve de vuelta de su viaje fracasado. Serán los últimos en marcharse de La Herrera, los más pobres entre los pobres.


ADINA, EL ULTIMO AUXILIO


«Mi hija llama a su abuela ’mamá’»


Quien también se ha quedado sin blanca es Adina, que, en esta maraña de personajes que la adversidad junta, es la que recogió a Stefan Corcoveanu cuando le dio el infarto. «Se murió en mis brazos y ahora su cara se me aparece en pesadillas». Adina lleva cuatro meses en Albacete, pero su castellano es perfecto. «¿De qué me sirve hablarlo tan bien si nadie me contrata?», se lamenta, mientras trata de cocinar un pollo en mal estado que le han regalado sus vecinas de tienda de campaña. Adina tiene 22 años (parece que son 30), un marido simpático, un Opel Calibra por el que han pagado 1.800 euros – «el dinero de los ajos» – y una hija en Rumanía de dos años que casi no la reconoce: «A mí me llama por mi nombre y a su abuela, ’mamá’».


CORNELIA, VECINA DE TIENDA


«En el ‘río’ sólo se bañan los hombres»


Cornelia lava en unos barreños, con su madre, Yliana, la ropa de muchos de los asentados. Son vecinas de los Corcoveanu y algunas veces han cuidado a sus hijos. No se bañan en el acueducto Tajo – Segura porque les da miedo. «En el río sólo se bañan los hombres, nosotras nos escondemos detrás de ese pino y nos echamos agua por encima», confiesa Cornelia. El agua sucia no la tiran al canal, como ha denunciado el alcalde de La Herrera, sino que la reparten por una larga acequia donde se acumula comida podrida, sillas de playa oxidadas, plásticos quemados y excrementos. También cuecen pan. «Da, da [sí, sí]», dice orgullosa Yliana, enseñando la levadura, la harina y la sal y mostrando de paso su flamante dentadura de oro.


COSTEL, EL BENEFACTOR


«Allí gano cinco euros al día»


Costel, el soldado rumano, con sus bíceps de acero tatuados con calaveras y puñales, es el benefactor de los Corcoveanu. No les conocía de nada, pero les ha prestado los 1.000 euros que les faltaban para pagar la repatriación del cadáver de su padre. «Le di todo lo que tenía. Ahora lo que me preocupa es que el lunes es el cumpleaños de mi mujer y no puedo regalarle nada. ¿Le compro una botella de cerveza?». Costel tiene la espalda destrozada. En dos semanas ha limpiado 130 cajas de ajos. Duerme en un revoltijo de pajas prensadas. «Pero Rumanía es peor. Allí gano cinco euros al día». Cuenta Costel que llegan los guardias civiles y le preguntan: «¿Estáis bien?». «Sí, sí», les responde sin perder la sonrisa. «Comiendo mierda, pero bien».


PRISCO, EL DE LOS JERSEYS


«Son unos raterillos, pero yo robaría más»


Prisco Martínez, de 66 años, tiene 300 ovejas y alguna tierra donde cultiva maíz y ajos. Es uno de los vecinos de La Herrera que se benefician de la mano de obra, barata y sin contrato, de los rumanos. A siete los llegó a alojar en un sótano. «No, no trabajaban para mí. Los recogí porque me daban pena, porque te encariñas. Lo malo es que roban cosas. Yo se lo digo: ‘Vuestra nación es ratera, vosotros nacéis raterillos’. Pero si yo estuviera en su lugar, robaría el doble. Yo es que no me fío ni de mi mano. Si tengo que matar un cordero, prefiero que lo haga el carnicero. Desconfío de los españoles y de los rumanos». A Prisco le pillamos hablando con Claudiu. Le estaba diciendo que se pasara luego por su casa, que le iba a dar unos jerseys.

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