El infierno en la Tierra

Diario Vasco, ÁLVARO BERMEJO, 09-08-2007

Ahora sabemos por qué lo hicieron todo sin levantar la voz. Ese día tocaba conmemorar el décimo tercer aniversario del genocidio de Ruanda, pero en el Consejo de Seguridad de la ONU nadie quiso recordarlo. Peor aún, a causa de esa infausta coincidencia la buena noticia del día cayó bajo sospecha, contaminada por el virus de la memoria. El nuevo secretario de Naciones Unidas, el coreano Ban Ki – Moon acababa de anunciar que al fin habían conseguido consensuar el envío de una fuerza mixta de pacificación para Darfur compuesta por un total de 26.000 soldados y policías, en la que podría ser la acción humanitaria más relevante de los últimos tiempos. No obstante, cuando concluyó su declaración no se escuchó ni un aplauso. El corrosivo virus de la memoria estaba ya haciendo su trabajo.

Trece años atrás, en Ruanda, y a medida que la guerra civil degeneraba en el mayor genocidio africano, los cascos azules iniciaron un vergonzante repliegue dejando desamparados a más de dos millones de candidatos a cadáveres. No muy lejos de allá, en Darfur, en esa región del noroeste de Sudán cuya extensión equivale a la de toda Francia, suman ya cuatro años de masacres indiscriminadas, con más de 300.000 muertos y más de dos millones de desplazados, pero ninguna potencia internacional se ha atrevido a intervenir para detener este baño de sangre.

Desgraciadamente, la última declaración de Naciones Unidas no es la primera. El régimen de Jartum lleva años burlándose de la ONU e impidiendo cualquier despliegue de tropas que sustituya a los 7.000 soldados de la Unión Africana que, desarmados e inoperantes, se limitan a defender su propias bases. Sucede algo semejante con la Corte Penal Internacional, que ha inculpado a varias altas autoridades sudanesas y al líder de la milicia progubernamental islámica yanyauid de 51 cargos por crímenes de guerra y lesa humanidad: nadie respondee.

El conflicto comenzó en 2003, con una revuelta local pidiendo más autonomía y medios para esta región, una de las más pobres de este inmenso desierto de miseria que es Sudán. El Gobierno intentó aplastar la revuelta con el Ejército. Pero ante su ineficacia, armó hasta los dientes a las tribus árabes para que pudieran vengarse sin contemplaciones de agravios atávicos entre tribus. De esa pesadilla surgieron los temibles»yanyauid», que se dedicaron a cometer las mayores atrocidades imaginables. A su paso por Darfur lo mejor que podía sucederles a los nativos era que los mataran sin más. El resto de sus prácticas de exterminio abarcaba un amplio catálogo de espantos. Violaciones acompañadas de amputaciones, torturas sistemáticas de familias enteras, padres forzados a ver cómo arrancaban los ojos a sus hijos, frente a monstruos sonrientes que se hacían collares de orejas cortadas a machetazos.

Entre tanto, desde este lado del televisor, tal vez veíamos llegar un nuevo cayuco al Puerto de los Cristianos y alguien se preguntaba qué se le habrá perdido a tanto negro sudanés en nuestra tierra. Tanto como en Darfur, lo espeluznante de la condición humana comienza aquí.

El ciudadano medio que se alarma por las invasiones de cayucos sin querer saber más, tiene mucho en común con el politólogo que debate sobre si la matanza no será más bien guerra de religión cruzada con un conflicto tribal, o viceversa. Detrás de la polémica sobre si los yanyauid son galgos o podencos, sonríen unos cuantos demonios familiares de Europa cuyo mayor triunfo reside, precisamente, en el efecto desmovilizador de cualquier intervención en favor de las víctimas.

Tras la catastrófica guerra de Irak esa utopía humanitaria a la que llamábamos «derecho de injerencia» se ha convertido en una palabra prohibida. También hay fórmulas de moda que se prestan a una manipulación nada inocente de los términos. ¿No está muy de moda hablar del «derecho de los pueblos»? Vestida con ese look la masacre de Darfur tienen una coartada más para la indiferencia. Apliquemos a Sudán nuestra realpolitik y legitimemos el derecho de los pueblos a decidir, a equivocarse o incluso a matarse entre sí, como ya sucedió en Ruanda.

Pero no, lavarse las manos ante ese horizonte no es apostar por el derecho de los pueblos a decidir por sí mismos, sino dar cobertura a los dictadores y a los demagogos para que manipulen a esos mismos pueblos, lanzándolos al enfrentamiento fratricida si les conviene, o hasta al genocidio si es preciso. Como está sucediendo en Darfur.

Para entender este conflicto ya no vale la vieja lógica de las guerras Norte – Sur. En Darfur son sudaneses los que masacran a otros sudaneses. Y también son musulmanes los que masacran a otros musulmanes. Ni George Bush ni el Grupo Bildeberg tienen una responsabilidad directa en esta carnicería que obedece, definitivamente, a un conflicto Sur – Sur. Ahora bien, saber que bajo esa piel se han descubierto importantes yacimientos de oro, de uranio y de petróleo, ayuda a entender gran parte de la contumacia asesina del dictador Bechir y de su ‘política’, a la hora de convertir Darfur en un arenal de cadáveres.

No en vano, el exterminio de su población va unido a la persecución de las oenegés que operan en la zona. Mientras los yanyauid hacen su trabajo y en los campos de refugiados el umbral de malnutrición supera el 25%, el Gobierno de Jartum se ha marcado un objetivo primordial: que no haya testigos de este genocidio que clama al cielo.

Todo el tiempo perdido en negociaciones para enviar a esos 26.000 cascos azules, es un tiempo ganado por el dictador para mantener en Darfur lo que Kofi Annan definió en 2005 como «el infierno en la Tierra».

Un día en el infierno acaba con cualquiera. ¿Qué habrá sido de Darfur dos años después? Lo terriblemente cierto es que no queremos saberlo. Lo aterrador, que no lo sabremos jamás. En los últimos ocho meses Jartum ha aceptado tres envíos de tropas internacionales. Pero en este tiempo ni un solo casco azul ha aterrizado allá y todas las grandes palabras han desaparecido como arena caliente entre los dedos.

Llegados a este punto sólo una triste razón, una razón maquiavélica y nada humanitaria, puede detener el conflicto: el riesgo de que el país se parta en dos derivando la fortísima tensión que vive con su vecino Chad en una guerra abierta que afecte a varios países de la región. Ante esa perspectiva la comunidad internacional ya no puede sino intervenir sin más aplazamientos, desarmando a los yanyauid y garantizando el acceso de la ayuda humanitaria a la población.

Hay piedades peligrosas y piedades envenenadas. Y a veces hay también burocracias de la miseria que se enmascaran como burocracias del bien. Resulta bastante indecente que la única vía de solución del conflicto pase por el concurso de estos cuatro factores. Pero si gracias a ellos se consigue detener la masacre habrá que celebrarlo.

Ahora bien, ¿ cómo se celebra un alto el fuego en el infierno?

Es una buena pregunta, siempre que haya supervivientes.

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