La catolicísima Malta odia a los extranjeros

El Mundo, IRENE HDEZ. VELASCO. Enviada especial, 04-06-2007

El 90% de los habitantes de este país, más pequeño que Ibiza, no querría tener como vecino ni a un africano, ni a un árabe o un judío «Son tuyas por tres euros. Y te aseguro que las vas a necesitar», advierte con sonrisa burlona un nigeriano mientras exhibe su mercancía: unas vulgares chanclas de playa. En el centro de inmigrantes de Marsa, un antiguo colegio situado en los aledaños de la capital de Malta y en el que se hacinan cerca de 650 africanos, no parece a primera vista que unas chancletas puedan resultar especialmente útiles. Hasta que uno se da una vuelta por los cuartos de baño. El agua y los orines lo inundan todo, y para atravesar ese charco gigantesco sin destrozarse los zapatos ni mojarse los pies, las chanclas se revelan imprescindibles.


Cuatro inmigrantes calzados con las pertinentes chanclas esperan, chapoteando sobre los dos dedos de agua de rigor, para utilizar el excusado del barracón número 10. Unas 30 personas comparten esta antigua aula reconvertida en asfixiante dormitorio y repleta de literas desvencijadas. Para todos ellos hay habilitadas cinco duchas y un único retrete, por lo que las colas ante el mismo son perpetuas. «Si quieres te lo enseño. Aunque te aseguro que no es una visión agradable…», dice Nuru.


Nuru es etíope y tiene 20 años, aunque aparenta 10 más. Llegó a Malta la primavera pasada, en una patera que perdió el rumbo y que estuvo navegando a la deriva hasta que por suerte un pesquero se dio de bruces con ella y auxilió a sus ocupantes. «Ésa fue mi segunda patera, porque lo mío es auténtica mala suerte. Cogí una primera patera en Libia, pero al poco de salir nos interceptaron los militares y nos hicieron dar la vuelta. Por suerte me dejaron libre, pero tuve que pagar por segunda vez los 1.000 dólares del pasaje para poder subirme a otra. Para, al final de todo, acabar aquí», afirma mientras recorre con la mirada la destartalada y deprimente habitación.


Pero la verdad es que Nuru es afortunado. «Los que están aquí son todos afortunados: son supervivientes», señala Terry Gosden, un británico que hace las veces de director de este centro. «El número de personas que ha perdido la vida en su intento por alcanzar Europa es escandalosamente inmenso. La organización Fortress Europe calcula en casi 9.000 los muertos en los últimos 20 años, pero yo estoy convencido que la cifra final es mucho mayor».


Además de estar vivo, Nuru también tiene suerte de tener un permiso de trabajo. Las autoridades maltesas se lo concedieron tras darle asilo por razones humanitarias. «Para lo que me sirve…», se lamenta. «Yo en Etiopía era mecánico, pero aquí nadie me quiere contratar. Trabajo sólo dos o tres días al mes, de manera ilegal, para una compañía de construcción. Cargo ladrillos y a veces unas piedras enormes, pero enormes de verdad: cada una pesará unos 120 kilos. Es un trabajo duro, muy duro. Y me pagan a la hora una lira maltesa [unos 2,5 euros]».


Nuru nos deja para irse a rezar en la pequeña capilla que los inmigrantes católicos de este campo han montado (también hay una mezquita). La devoción religiosa es, probablemente, el único punto de unión que tiene con los malteses. Este pequeño país de tan sólo 316 kilómetros cuadrados (la isla de Ibiza, por ejemplo, tiene una superficie de 575 km2) lleva a gala ser el lugar con mayor proporción de católicos del mundo: el 99% de su población así se declara. «Y el 52% va a misa todos los domingos», subraya el padre Paul Pace, máximo responsable del Servicio de Refugiados Jesuita, una ONG que presta apoyo a los inmigrantes. «Es una pena que no profesen caridad cristiana hacia esta gente que se ha jugado la vida en busca de un futuro mejor».


A pesar de que el número de delitos cometidos por inmigrantes es absolutamente insignificante, la inmensa mayoría de los malteses no oculta la aversión que siente hacia ellos. «Por su culpa llego muchos días tarde a trabajar: el autobús que me lleva a mi empresa viene muchas veces cargado de negros. Tan repleto que tengo que esperar a que llegue otro más vacío», se queja Mariel Bertini, una secretaria. «Si pudiéramos les ayudaríamos, pero esta isla es muy pequeña, está ya muy densamente poblada y realmente no tiene recursos para acoger a más gente», señala Joseph, un camarero. «Somos una sociedad muy cohesionada, mayoritariamente blanca y católicos. Los inmigrantes aquí no tienen cabida», opina por su parte Victor, el dueño de un quiosco en Valetta.


Una encuesta realizada el año pasado por el rotativo The Malta Times desveló cómo el 90% de los habitantes de la catolicísima Malta no querría tener como vecino a un árabe, un africano o un judío. Con semejante caldo de cultivo, no es de extrañar que en Malta estén proliferando los partidos de ideología declaradamente xenófoba. Ahí está por ejemplo Alianza Nacional Republicana, una formación que ha hecho del rechazo a los inmigrantes uno de sus principales signos de identidad. Al frente de esa formación se encuentra un tal Martin Degiorgio, un hombre que no oculta su admiración por Benito Mussolini. De hecho, la matrícula de su coche exhibe las letras DVX, en clara referencia al Duce.

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