Malta, la idílica isla de la UE que rechaza a todo inmigrante

El Mundo, IRENE HDEZ. VELASCO. Enviada especial, 03-06-2007

Aquellos que logran llegar a sus costas son internados en sus ‘centros de detención’, verdaderas prisiones «Bienvenidos a Malta», saluda una sonriente azafata a los viajeros que acaban de aterrizar en esta idílica isla mediterránea, mientras entrega a cada uno de ellos una encuesta que deberá entregar debidamente rellenada al terminó sus vacaciones. Pero esa calurosa acogida está reservada únicamente a los 1,2 millones de turistas que anualmente visitan Malta. Los aproximadamente 2.000 inmigrantes sin papeles que cada año desembarcan en este minúsculo pedazo de tierra situado a 100 kilómetros al sur de Sicilia y a 200 kilómetros al norte de Libia reciben un tratamiento muy diferente.


Malta ha adoptado una rigidísima política de inmigración. Para empezar, y desoyendo los llamamientos de la Comisión Europea y los más elementales principios humanitarios, esta ex colonia británica que en 1964 obtuvo la independencia y en 2004 ingresó en la UE, se niega a prestar auxilio a ningún cayuco o patera en peligro que no se encuentre dentro de los límites estrictos de sus aguas territoriales. Su argumento, que no es capaz de hacer frente a la llegada masiva de inmigrantes que está experimentando. «Cada país debe asumir la responsabilidad de salvar las vidas humanas en la zona de su competencia», señalaba una vez más ayer el ministro de Exteriores, Michael Frendo.


«Yo, por ejemplo, llegué en mayo del año pasado a bordo de una patera que salió de Libia», relata a EL MUNDO Saima, un eritreo de 26 años que malvive en un antiguo colegio a la entrada de Valletta en el que se hacinan unos 650 inmigrantes. «En medio de la travesía nos quedamos sin combustible y el motor se paró. Un helicóptero maltés nos sobrevoló y le hicimos gestos para que nos auxiliara. Se trataba de uno de esos aparatos del Ejército que se dedican a tomar fotografías de las embarcaciones para comprobar si se encuentran o no dentro de las aguas de Malta y ver si deben prestarles ayuda o no. Nosotros no debíamos estar en las aguas de Malta, porque el helicóptero se fue y nadie vino a socorrernos. Por suerte, horas después un pesquero italiano nos encontró y nos ayudó».


El objetivo de Saima, como el de casi todos los que salen de Libia a bordo de una patera, era alcanzar Italia. Sólo por error o por un problema de fuerza mayor como un naufragio llegan a Malta, un país que por su diminuto tamaño, su severa legislación sobre inmigración, su insularidad y la rampante xenofobia de la que hacen gala sus habitantes (hace unos días un conductor de autobús se negó a dejar subir a dos negros a su vehículo, y las pintadas y las agresiones racistas están a la orden del día) resulta muy poco apetecible incluso para un desesperado inmigrante africano. «Yo ni siquiera sabía que existía Malta…», confiesa Saima. «Y si hubiera sabido lo que me esperaba aquí no habría pagado los 1.500 dólares que me costó el viaje».


A los inmigrantes sin papeles que llegan a Malta lo que les aguarda es ser recluidos en cárceles custodiadas por militares. Oficialmente los klandestini (como se les conoce por estas tierras) van a parar a los llamados centros de detención pero, eufemismos aparte, lo que son en realidad es internados en prisiones.


A pocos metros del aeropuerto, en Safi, se encuentra la más grande de las ocho prisiones/centros de detención que existen en Malta y en las que están encerradas en total unas 1.500 personas. «Alto, deténgase, está prohibido pasar», ruge el militar que custodia la entrada de esta cárcel cuando intentamos adentrarnos en ella. Los periodistas tienen estrictamente prohibido visitar estos centros. Pero lo poco que se ve desde lejos no deja lugar a muchas dudas: encerrados en un patio con una reja de más de seis metros de altura rematada por un denso alambre de espino, un grupo de negros desarrapados dan vueltas como zombi, bajo la atenta mirada de unos militares. «Esos centros son en realidad prisiones», confirma a EL MUNDO el padre Paul Pace, el sacerdote al frente de Servicio de Refugiados Jesuita, una ONG dependiente de la orden fundada por san Ignacio de Loyola que presta ayuda a los inmigrantes que van a parar a estos centros, la única de toda Malta autorizada a visitar periódicamente esos verdaderos campos de internamiento.


La batalla contra los ‘klandestini’


«Todos los organismos y organizaciones que han tenido la posibilidad de echar un vistazo a los ‘centros de detención’ se han quedado espantados. Desde la Comisión Europea hasta el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura», asegura el padre Pace. Los inmigrantes pueden estar hasta 18 meses encerrados en esos presidios, mientras se zanjan sus solicitudes de asilo.


Saima, por ejemplo, estuvo 10 meses en una de estas prisiones. «Y eso que tuve suerte. A los eritreos y los somalíes nos suelen tratar mejor que al resto porque saben que somos emigrantes políticos, no económicos», señala. Él fue parte del 42% de los ‘klandestini’ que logra obtener asilo por razones humanitarias, un estatus que se revisa cada año, mientras que únicamente el 6% consigue adquirir la condición permanente de refugiado. Saima sabe que fue muy afortunado, porque sólo los inmigrantes que entran en una de estas dos categorías obtiene el anhelado permiso para poder trabajar. El 52% restante está condenados a vagar en una especie de limbo: no pueden trabajar, no pueden salir de Malta, se ven obligados a sobrevivir con las exiguas 30 liras maltesas (unos 70 euros) que reciben al mes de las arcas del Estado y a amontonarse en los centros (esta vez abiertos) que el Gobierno ha establecido. «¿Y le parece poco? Pues sepa que para nosotros supone un esfuerzo inmenso. Malta es una isla muy pequeña en la que viven 400.000 personas», subraya Emanuel Attard, taxista de profesión. «No tenemos capacidad para ayudar a tantos inmigrantes. Después de Bangladesh somos el país con mayor densidad de población del mundo. A Malta llegaron desde el 2000 unos 6.000 inmigrantes, pero piense que equivale a si Alemania recibiera un millón de inmigrantes en siete años. Aquí no hay sitio para ellos, no los queremos aquí».

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