¡Taxi!

El País, MARITZA GARCÍA, 09-05-2007

Cada vez que me subo a un taxi tengo la impresión de que debo rogarle al conductor que haga lo que supuestamente es el oficio de un taxista: llevar al cliente hasta donde él lo pida.

Cuando ostentaba mi barriga de casi nueve meses de embarazo y después de esperar una larga fila en plaza de Catalunya para que tocara mi turno, finalmente tomé un taxi y al darle la dirección de mi destino me dijo que no me llevaría y que mejor me bajara del taxi porque no le convenía dar tanta vuelta por un trayecto tan corto. Anonadada, porque no se apiadó de mi estado, insistí en que le pagaría el doble si me llevaba. Se negó rotundamente y tuve que abandonar el taxi, para volver a hacer otra fila.

No sé, si siempre ha sido éste el modus operandi de los taxistas en Barcelona o es que, al igual que en París, como ya sobra el trabajo se dan el lujo de despreciar al pasajero y hasta ser rudos.

Al día siguiente tomé otro en el paseo Marítim y nuevamente cuando dije adonde iba, que ciertamente estaba a unos metros, pero los suficientes para no poder caminar, comenzó el estira y afloja: “Pero está ahí mismo”, me decía el taxista. “Ya sé que está cerca, ¿me podría llevar?”, le pedía yo con cara de hastío. “¡Hombre!, puede caminar. Está aquí mismo”, me recriminaba, mientras yo insistía en que no podía andar y apuntaba a mi vientre “¿Qué no me ve?”. Finalmente me dejó subir, pero todo el camino fue discutiendo y repitiendo como disco rayado “estaba aquí mismo, aquí mismo”.

Frecuentemente hay discusión cuando uno propone otra ruta, pues uno a veces le tiene maña a ciertos caminos, ya sea porque por ahí vive la suegra o un ex novio o simplemente le apetece ir por una bella calle que le recuerde las razones por las que escogió vivir en Barcelona. El taxista insiste en otra ruta, la que le muestra el GPS electrónico: “Habrá mucho tráfico, se lo digo, habrá mucho tráfico”. O su GPS de tripa: “¡Que voy a almorzar!, no paso por ahí”.

Luego, ya aproximándose al lugar de arribo, van bajando la velocidad y te preguntan:

“¿Aquí está bien, verdad?”. Aún estás lejos de tu parada, entonces hay que explicar que aún tienes la cicatriz de la cesárea o inventar enfermedades bochornosas para que lo dejen a uno exactamente en la puerta del domicilio. “Mire es que tengo un juanete en el pie izquierdo y en el derecho un ojo de pescado que pillé en la piscina y casi no puedo mover los pies”.

Encima siempre traen el termostato diferente al de uno. En invierno ponen la calefacción hasta arriba y en el momento que les da calor la apagan de golpe y bajan el cristal, dejando entrar el gélido aire. En verano, encienden el aire acondicionado a todo lo que da provocándole una gripe en cualquier estación. Si uno les pide que suban el cristal o que bajen el aire, primero hacen que no escucharon, a la segunda llamada bajan un pelín como quien no quiere la cosa. A la tercera otro milímetro hasta que uno se dé por vencido.

Mi situación roza el infortunio cuando me doy cuenta de que le he dado el nombre de la calle equivocada, porque he de aceptar que todavía confundo las calles que tienen nombres similares; entonces comienzo a sudar por el temor de cómo informárselo al conductor sin que se transforme en pantera. Mejor fingir que recibo por el móvil una llamada inesperada que me hace de pronto cambiar de ruta. “Disculpe, señor, tuve una emergencia. Nos vamos a desviar”, entonces ya le indico la nueva dirección con el resultado de que de todas formas se enfada y balbucea como si hiciera gárgaras con gasolina.

Sólo en esas ocasiones uno piensa en los taxistas de Estados Unidos, que responden: “Yes sir. No problem sir”, o los de Alemania, muy calladitos, que sólo asienten con la cabeza, o los ingleses, que hacen un discreto movimiento de ceja y obedecen a su petición, o los de Cuba, siempre tan de buen humor aunque el auto se les rompa tres veces a la semana, y ni decir los de México, que le devuelven la virginidad: “Cómo no, señorita, usted dígame qué ruta prefiere y con mucho gusto la llevo” y hasta le abren y le cierran la puerta.

Entre tanto amo del volante, le puede tocar uno con síndrome del confidente que quiere contarle todos sus problemas matrimoniales en el trayecto de Consell de Cent a la Diagonal y esperar que usted le dé un sabio consejo. Otros, muy parlanchines, deciden que el retrovisor es un espejo inútil para verle la cara al pasajero; entonces, al conversar, tuercen la cabeza hacia usted, girando parte del cuerpo y quitando la vista de la vía; ahí, uno se empieza a poner nervioso y contesta cualquier cosa para que retome la vista al frente.

- “Sí. Sí”.

- ¡Qué! ¿Si votaría por el PP después de tantas mentiras?

- ¡Ah! No. Perdón, no le puse atención. No. Definitivamente no, pero de cualquier forma no puedo votar porque soy extranjera.

- ¿Inmigrante? – pregunta el conductor porque si a uno lo ven morenito es inmigrante, si lo ven rubio es extranjero o turista; en cualquier caso se agradece esa amabilidad de interesarse en la nacionalidad del cliente.

- ¿Es usted peruana?

- No.

- ¿Boliviana?

- Tampoco

- ¿Ecuatoriana?

- Menos. Soy de un país entre Estados Unidos y Guatemala.

- ¿Honduras?

Perdido en geografía y en el Gòtic, aquel taxista que parecía ya ganarse mi simpatía, me devolvió al asfalto en la única noche que quise vestirme como dama de sociedad con vestido largo y zapato de tacón.

Aún más que la ampolla que me gané, me dolió el reconocer mi doblemente proletaria realidad: encima de no tener coche, cuando tomas un taxi te vuelven a dejar en tus dos pies.

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