TRIBUNA

El planeta Tierra, ¿casa de todos?

Se dice que en el siglo XXI se ha 'democratizado el bienestar' y que se vive mejor que en el XVII. Pero el mecanismo del consumo de masas estrechamente vinculado a la sistemática promoción de ese consumo por los mecanismos planetarios de comunicación e información, rompió fronteras, despertó expectativas y terminó desmontando los esquemas elitistas de los 'felices años 20' (para algunos).

Diario Sur, FRANCISCO J. CARRILLO, 27-04-2007

EL símil del Titanic parece confirmar su vigencia. El crucero más emblemático, como ahora se dice, valla publicitaria del poder económico e industrial de la época, se hundía mientras que en el el comedor de lujo, ‘smokings’ y piedras preciosas confundidos, se seguía bailando los valses de ensueño de Strauss. En la travesía de la tierra, observada por los ritmos vertiginosos de la comunicación y la información cual GPS de la mundialización, el síndrome titanesco parece ser ya moneda corriente con las cartas descubiertas sobre la mesa. Para apoyar esta constatación, y no cansar a lectores y lectoras con datos y cifras, baste con reenviar a los sucesivos Informes sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas de fácil acceso web gracias a Bill Gates, flamante premio Príncipe de Asturias además de otras menudeces.

Hoy se habla de ‘seguridad humana’. Sus teóricos afirman, entre otras cosas, que ya no sirve la solución militar para las actuales guerras y conflictos. Hay que optar por otras vías, sean preventivas, sean de negociación con concesiones mútuas. Pero, al tratarse de enfrentamientos entre sociedades, pueblos, naciones, nacionalidades o tribus, siempre unos estarán obligados a hacer más concesiones que otros. La mundialización ha hecho tambalear teorías y análisis que aún siguen constituyendo recursos a los que nos cuesta reconocer que ya son obsoletos. Cuando se me ocurrió aproximarme a la economía política, primero en Madrid y luego en París, manuales bajo el brazo de Paul Samuelson y de Raymond Barre, (ya había consultado al economista alemán Karl Marx tan maltrecho por el estalinismo), quedé seducido por aquella ‘curva de Lorenz’ instrumento de conocimiento de la desigualdad. ¿Claro que se puede encajar con calzador a Lorenz en el paroxismo de la mundialización de los procesos económicos y financieros! Pero mucho me temo que tal trabajo resultaría un preciosismo de laboratorio, sometido a los grandes vaivenes de las deslocalizaciones o simplemente de los expedientes de crisis sin apelación, regidos por el poder e intereses multinacionales. Mucho de ello saben en estos momentos la plantilla gaditana de la multinacional Delphi.

Allá por la década de los 60, el noruego Johan Galtung, especialista en ‘negociaciones de paz’, publicó un informe cargado de prospectiva, sobre la especialización de la ‘producción’ en el mundo. Presagiaba un futuro industrializado y con capacidad tecnológica progresiva para los países del Norte (los ricos) y algunos otros con gran potencial de población o hidrocarburos. El resto, los veía dedicados a la artesanía más elemental o económicamente instrumentalizados por los países ricos en razón de una mano de obra barata (el ejército de reserva de mano de obra mundial, que mucho tiene que ver hoy con las altas presiones migratorias de los que apenas tienen nada). Galtung no se equivocó en sus previsiones y, probablemente sin quererlo, ya adaptó en su época a escala planetaria la ‘curva de la desigualdad’ del viejo Lorenz. Ambos, en la fase previa de la sociedad de la información y la comunicación, estaban designando una ‘casa común’ con suites de lujo, con cubículos para los palafreneros y con tiendas de campaña o portalones de casa para los sin domicilio fijo, sin entrar en los detalles de las permanentes tensiones y guerras intestinas interculturales. (La ‘diversidad cultural’ de la Unesco llueve como rocío ético sobre el tejado de una ‘casa común’ en plena esfervescencia). He aquí el primer gran conflicto, cuyo porvenir puede ser de insurrecciones a gran escala.

El segundo gran tema conflictivo está estrechamente relacionado con la tensión dialéctica entre proceso de urbanización y mundialización, con la implacable referencia a la fijación de los precios del suelo urbano (el rural cada vez más) por el mercado mundial. Las ciudades crecen por un doble efecto: sea por crecimiento demográfico interno, sea por la presión migratoria (en Europa se complica con la presión migratoria interna y con la que llega del exterior de las fronteras comunitarias). Las ciudades, productoras de bienes y servicios, no escapan a las leyes de la oferta y la demanda. Los procesos que la acompañan parece ser exponenciales (nadie quiere poner el cascabel al gato del precio del suelo y, en consecuencia, de la vivienda). Junto al hacinamiento de inmigración en las periferias urbanas desoladas, sin el mínimo apoyo de servicios de integración, incluídos los culturales, se encuentra la mayoría de la población ‘autóctona’ que ha de empeñarse durante más de 40 años (toda una vida) para poder acceder a una vivienda digna. Sobre todos ellos, sobrevuela la espada de Damocles de una mínima seguridad en el empleo (o en empleos sucesivos). Las consecuencias de tales realidades son dramáticas a nivel individual y a escala social: inestabilidad, imprevisión en la educación y felicidad de los hijos, conciencia de ingratitud ante los que le imponen unas condiciones de vida y un entorno subcultural. Quedan muy lejos los teóricos de un urbanismo con ‘faz humana’ así como la ‘utopía razonable’ de Henri Lefevbre del ‘derecho a la ciudad’. Las luchas manifiestas o soterradas por el suelo urbano recuerdan a aquella ‘Conquista del Oeste’ americano en donde la ley se imponía por el que mejor manejara el Colt 45. No sería extraño que pronto veamos a los espacios públicos, parques y jardines, playas y ríos, reservas de la biosfera, Trafalgar Square, la Place des Vosges, la Plaza Mayor, la Piazza Navona, la Plaza Roja o el Central Park…..transferidos, en su gestión, a una multinacional que cobre entrada al ciudadano según la ley del mercado.

He aquí el segundo gran conflicto que, con lógica elemental, podrá, en el futuro, convertirse en caldo de cultivo de devastadoras rebeliones ciudadanas. (En Francia el lobo no sólo asomó sus orejas sino que mordió. Y el tema es de atención altamente prioritaria en la actual campaña de elecciones presidenciales).

Dos conflictos en agitada crisálida que pueden desembocar en desgarradores enfrentamientos y hacer tambalear los frágiles cimientos de la llamada ‘casa común’. No cabe la menor duda de que ya están amenazando a la ‘seguridad humana’ (que no se reduce a la seguridad alimentaria, como muchos creen). La solución no puede ser militar. De ser así, los agudizaría aún más. Es razonable pensar, más bien, en la necesidad de nuevas políticas ‘preventivas’, a nivel internacional multilateral (ONU, OIT, Organización Mundial del Comercio, G – 8…), a nivel de cooperación y normativa regional (Unión Europea…) y a nivel estatal. Se dice que en el siglo XXI se ha ‘democratizado el bienestar’ y que se vive mejor que en el XVII. Pero el mecanismo del consumo de masas estrechamente vinculado a la sistemática promoción de ese consumo por los mecanismos planetarios de comunicación e información, rompió fronteras, despertó expectativas y terminó desmontando los esquemas elitistas de los ‘felices años 20’ (para algunos). Las empresas que absorbieron mucha mano de obra se reconvirtieron con procesos cibernéticos y telemáticos de supresión de millones de empleos. Aquella sociedad industrial del ‘trabajo’ se diluye en no se sabe muy bien qué. El acceso a la propiedad de una vivienda por las futuras generaciones es un precio demasiado alto a pagar. ¿Cómo funcionará la ‘casa común’ dentro de 100 años? Una buena amiga catalana, prestigiosa escritora, me decía hace unos días: «¿Sabes que hay estudios que preven que el catalán desaparezca en 50 años?». – No conozco esa investigación, le respondí. Y añadí: A nivel mundial, las consideradas como culturas minoritarias poco tendrán que hacer. Los procesos de la mundialización son implacables. En ellos, la cultura es la Cenicienta de esta película del nuevo Oeste, en la que los indios ya no pueden construir sus campamentos en donde quieran y, además, se les obliga a confeccionar pantalones tejanos en fábricas infestas de China a un coste de 5 euros para que el hombre blanco los pague en Manhattan a 200 euros. Esos indios ya no tienen espacio para tejer sus policromados cestos de mimbre y, además, se secaron los lagos en donde crecían los juncos para su cadena de montaje artesanal de pipas para la paz. Pero lo más inquietantes es que al no poder cazar bisontes se volverán en rebelión abierta contra los que le impiden vivir en dignidad.

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