TESTIGO DIRECTO / EL ALBERTO (MÉXICO)

«¡Al piso, güey, al piso!»

El Mundo, JACOBO GARCIA. Especial para EL MUNDO, 25-03-2007

Los indígenas otomíes organizan desde hace dos años una exitosa ruta nocturna a la que se apuntan decenas de turistas / Una simulación reproduce el camino que emprenden a diario más de 1.000 ‘espaldas mojadas’ «¡Al piso (suelo), güey, al piso!». La noche a penas deja ver algunas ramas y árboles, así que la voz del pollero (traficante de personas) es lo único que ofrece confianza suficiente para seguir caminando por el barro. «Agáchense y suéltense las manos pendejos, que viene la migra (Policía de inmigración de EEUU)». Enfundando en un pasamontañas negro, Poncho tampoco tiene piedad con los maridos protectores y grita aún con más fuerza a las parejas que intentan mantenerse unidas para no perderse en el maizal.


Su voz impone de inmediato la tensión y el silencio al grupo. Dos camionetas tipo pick up de la patrulla fronteriza se han detenido sobre la loma, a pocos metros de nosotros, barriendo el horizonte con un enorme cañón de luz. Con la cara contra el fango, un niño llora mientras el foco pasa una y otra vez sobre nuestras cabezas. Tal y como sucede a diario, 50 personas que jamás se habían visto comparten 15 interminables minutos inmóviles y amontonados.


Lo que parece un rato angustioso «suele ser una espera de cinco o seis horas», cuenta Poncho. Pero la tensión, «que no llega al 10% de lo que siente un mojado», recorre el cuerpo de todos, tal y como pretenden los organizadores, todos ellos espaldas mojadas con varios intentos a sus espaldas.


Cansados de asistir a la muerte de un pueblo del que emigraron el 90% de sus habitantes, unos indígenas otomíes del Estado de Hidalgo organizan desde hace dos años una innovadora y exitosa ruta nocturna a la que se apuntan, por 15 euros, decenas de turistas nacionales y extranjeros cada fin de semana. Las características del Valle del Mixquital, en el centro del país, permiten reproducir de forma exacta el camino hacia Estados Unidos que emprenden diariamente más de 1.000 mexicanos. Un «homenaje a los emigrantes» en el que no faltan alambradas, patrullas, detenciones y falsos disparos para reproducir en pocas horas una aventura de varios días.


Antes de salir recibimos las últimas instrucciones de nuestro pollero: «Hay que llevar agua, obedecer, caminar unidos y hacerlo en silencio». Pero sus palabras suenan distintas a las que se escuchan en las fronteras de Arizona o Sonora. Su discurso incluye también carga política y una larga lista de reproches hacia un sistema que expulsa a sus ciudadanos de su tierra y «un Gobierno que permite la construcción de un muro y que utilicen balas de goma contra nosotros como si fuéramos delincuentes».


También el público de Poncho es muy diferente a los empobrecidos campesinos indígenas que deambulan por la frontera listos para intentar la pasada. Quienes escuchan sus palabras son jóvenes universitarios y de piel blanca, llegados de fin de semana desde la capital y por los que jamás pasó la idea de la emigración. Menos aún como mojados.


«Vamos, vamos… Péguense al piso. Apaguen sus linternas y guarden silencio, ¡chingada madre!» Todo transcurre a golpe de órdenes y gritos, para que calen en el grupo el miedo y la tensión del mojado. Dos lomas, alambradas, barro, detenciones, un canal de agua y varias esperas más. Los otomíes cuentan incluso con el Tula para emular el río Bravo. En El Alberto saben de lo que hablan cuando diseñaron una experiencia que atrae cada fin de semana a más gente: 1.500 de los 2.200 habitantes que tenía el pueblo se han marchado del otro lado, donde se paga 8 euros la hora frente a los sueldos de 200 euros mensuales de esta zona de México.


Cinco horas después del comienzo de la simulación, el grupo sale exhausto y entumecido del túnel que conduce a Texas. Todos ríen y celebran como una victoria haber concluido un camino al que le han faltado el calor, las víboras, los ladrones, el desierto y los 400 muertos anuales para parecerse a la realidad. Una odisea que encaran cada día decenas de indígenas y que proporciona la segunda fuente de ingresos del país, sólo después del petróleo.

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