Un cura de raza

ABC, 20-03-2007

TEXTO: JANOT GUIL

FOTO: YOLANDA CARDO

BARCELONA. Ocurrió el pasado domingo por la tarde, en la capilla del Seminario de Barcelona, en la capital catalana. Durante la celebración del Día del Seminario, el arzobispo de Barcelona, Lluís Martínez Sistach, ordenó a tres nuevos diáconos que en próximos meses serán nombrados presbíteros: Gabriel Carrió, Carles de la Fuente y Juan Muñoz.

Pero la noticia, más allá de sembrar futuros sacerdotes en tiempos de sequía de vocaciones, la encarnó un solo hombre, Juan Muñoz, quien en la edad de Cristo, a sus 33 años, se convirtió en el primer diácono de etnia gitana nombrado en Cataluña. En breve culminará su gesta con el honor de ser «el primer sacerdote católico gitano en tierras catalanas», y el segundo de toda España, según confirmó él mismo a ABC.

«Sólo hay un sacerdote católico de etnia gitana en toda España: Antonio Heredia, de la archidiócesis de Granada», sentencia Muñoz, al que la ordenación como diácono le ha llenado de «gozo… y de responsabilidad». Además, el buen azar quiso que su nombramiento coincidiera con el décimo aniversario de la beatificación de Ceferino Jiménez, apodado «El Pelé», el primer beato gitano de la Iglesia Católica.

Precisamente, Muñoz quiere participar en el peregrinaje que la diócesis de Barcelona realizará a Barbastro (Huesca), ciudad natal del «Pelé», el próximo 4 de mayo.

«Ir a misa a escondidas» La de Muñoz es una vocación a contracorriente, una semilla que brotó en campo casi yermo. Pese a su entorno familiar, pese a sus amigos; incluso pese a su etnia, se diría. La gran mayoría de la comunidad gitana creyente ha optado por abrazar la fe protestante, concretamente el evangelismo pentecostalista, una atracción que Muñoz justifica por la complicidad a la hora de concebir la liturgia como una ceremonia «más animada», con un mayor protagonismo de la música.

En su barrio de La Mina de Sant Adriá del Besós (Barcelona), a menudo famoso por las malas condiciones socio – económicas de algunos de sus habitantes y «estigmatizado» por la gran presencia de gitanos, Juan vio despertar su vocación a los 12 años. «Una monja me habló de Jesucristo», cuenta, y quedó «impresionado» por la figura del redentor. Pero de aquí hasta el seminario fue un tortuoso camino.

A sus padres, «católicos no practicantes», les costó mucho aceptar que un hijo renunciara a darles descendencia en favor del celibato. Sus amigos, tampoco lo entendieron. Contra unos y otros tuvo que «luchar», admite Juan, y resume su suplicio con una confesión. «Llegué al punto de tener que ir a misa a escondidas», se lamenta, con ánimo de perdón.

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