La estela «yihadista» del barrio de Lavapiés

ABC, 19-03-2007

POR CARLOS HIDALGO

MADRID. Hubo una vez en la que Madrid se miraba en un espejo, siempre desvencijado, que se llamaba Lavapiés. Entre el conjunto de callejas que culebrean hasta su plaza se encontraba la esencia del «ser de Madrid». Desde hace unos años, las cosas han cambiado. Los efectos de la inmigración han sido, en mayor medida, muy positivos, nadie lo niega. Como tampoco no hay quien pase de puntillas por la cada vez mayor influencia del sector islámico más radical en la vida comercial y social del barrio.

Mediodía en la calle del Tribulete. Los refrescos, en el restaurante árabe La Alhambra, tan frecuentado por el procesado Jamal Zougam y sus correligionarios, se sirven sin hielo. Como suele hacerse con los turistas europeos en los países árabes. La escasa actividad del local, donde días antes del inicio del macrojuicio por el 11 – M nadie quería saber nada del tema, se practica en el «esperanto» que da la mezcla de árabe, hindú y una pizca de español. «Se ofrece traductor jurado de árabe», cuelga, junto a un teléfono, de uno de los muros situados junto a la barra. Entra y sale gente a beber té. La televisión muestra imágenes de una serie norteamericana, nada que ver con las de la Sala de la Audiencia Nacional que se están retransmitiendo a esa hora por un canal autonómico. El juicio, en el lugar donde se fraguó parte de la masacre, nada interesa. Lavapiés va a lo suyo.

Traficantes, objetivo fácil

Pero lo suyo, según comentan algunos árabes del barrio, también es la captación de muyahidines. «Había un periodista que frecuentaba un centro de oración y que se dedicaba a «lavarles el cerebro»», comentan. ¿A quiénes? «Sobre todo, a los «moritos» que venden droga. Les dicen: «Ya has hecho mucho mal, ahora te toca hacer algo bueno y alcanzar la gloria». Y acaban con un cinturón de explosivos en Bagdad».

Nuestro interlocutor se lleva el dedo índice a los labios, casi a escondidas, pidiendo silencio y discreción. Alguien que habla por el móvil justo detrás de él no es de confianza. Cuando nos quedamos a solas con nuestro interlocutor, éste asegura: «No hablan del juicio. Y cuando alguno de ellos viene a decirme cosas de política, yo hago oídos sordos, porque no quiero líos con ellos».

En otro punto del barrio, un comerciante español suscribe lo antes expuesto: «Ellos no dicen nada. Sólo hablan entre sí». Quien habla conocía a Jamal Zougam, propietario del locutorio del que supuestamente salieron las tarjetas de teléfono utilizadas en el 11 – M, y a su socio, Mohamed Chaoui (éste no está el grupo de los 29 procesados). «No tengo muy claro que Zougam esté implicado, aunque sí es verdad que durante el mes anterior a los atentados estaba conmigo más simpático de lo normal». ¿Más de lo normal? «Llevo muchos años detrás de un mostrador, ¿sabe? Y noto muy rápido cuando la simpatía de alguien es falsa».

«Abu Dahdah», el captador

Sin embargo, tiene mejor concepto sobre el socio de Zougam. «De Mohamed estoy muy seguro que es inocente. Yo hablaba bastante con él sobre política y religión – añade – . Recuerdo muy bien cómo, unas horas antes de que le detuvieran, me dijo que quienes habían hecho eso [la masacre del 11 – M] eran todos unos hijos de puta». Sobre otros de los nombres que ya se han hecho famosos por copar los titulares sobre integrismo islámico, también lo tiene bastante claro. «A «Abu Dahdah» estuve a punto de denunciarle después de los atentados del 11 de septiembre, porque vi cómo estaba captando a gente en una esquina del barrio para que se les uniera».

La calle está tomada por comercios de origen asiático y africano. Lavapiés bulle. «Aquí lo que hay es mucho trapicheo de droga», concluye otro asiduo al barrio.

Camino de la calle de Caravaca, cruzamos la plaza de Agustín Lara, en la que, en unos bajos cubiertos por soportales, se encuentra la Casa de Pakistán. Cerrada. La zona es uno de los puntos de oración, pero sólo hay un grupo de africanos musulmanes en sus inmediaciones, quizá esperando a que abra sus puertas.

Indignación del vecindario

Por fin en el «zoco» de Caravaca, entramos en uno de los comercios textiles a los que se vinculó con la trama. Sólo hay un chico marroquí, probablemente menor, detrás del mostrador. Junto a él, otro joven con el que conversa. No quieren pronunciarse sobre el juicio que se está desarrollando en la Casa de Campo. Sabe perfectamente sobre lo que le estamos preguntando; sin embargo, esboza la sonrisa del «noséhablarespañolbien» – que siempre viene estupendamente en estos casos – . «Mejor pregunte en la tienda de enfrente», consigue hilvanar el chaval exagerando su acento natural.

Pero con lo que nos topamos es con la indignación del vecindario de toda la vida, de quienes llevan en Lavapiés desde tiempos de la Segunda República. «Son muy reacios a hablar con los españoles, te miran por encima del hombro», aseguran sobre los islamistas más radicales.

«Aquí hay gente un poco extraña – prosiguen – . En una tienda de Caravaca no venden ni un duro y se les ve con un pedazo de coche… La gente que está en la plaza de Agustín Lara, ¿de qué vive? A los chinos les pegan cada paliza… La Policía ya no les hace caso. Muchas veces me da pena de los pobres agentes».

El itinerario por el barrio va llegando a su fin. A dos pasos, el radio – patrulla escupe: «Calle Olivar con Lavapiés». Cachean a una pareja que lleva un coche sospechoso. Y alguien sentencia: «Aquí, lo que realmente nos preocupa es la inseguridad y el tráfico». Mientras, en otro punto de la ciudad, en la Casa de Campo, familiares de los ausentes lloran para adentro sus tres años de dolor.

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