La muerte viaja en el cayuco

La tragedia se ceba en siete de los 30 hombres que partieron el 20 de julio de Mauritania rumbo a Canarias

La Vanguardia, 29-01-2007

José Bejarano  | A los primeros muertos los tiraron al mar. No podían hacer nada por ellos, y si hubieran seguido en el cayuco sólo podían empezar a oler mal y traer malos augurios. Los cadáveres quedaron flotando unos minutos antes de desaparecer bajo el agua. Los días siguientes murieron otros más hasta un número que no saben determinar si fueron seis o siete. Los últimos días de la travesía, los vivos estaban tan débiles que no tuvieron fuerzas para elevar a los fallecidos para arrojarlos por la borda. Laovo era fuerte y estuvo a punto de llegar vivo a Canarias. Murió el día anterior al rescate. Mamadu Balde, superviviente del viaje, fue uno de los que contaron a Umaro Cande lo ocurrido a bordo del cayuco. Umaro tuvo que insistir mucho porque Mamadu Balde tenía miedo a las posible represalias de la organización que les llevó a Canarias.

Rodeado por los ancianos de la aldea, Umaro cuenta que Laovo pudo haber sobrevivido si los que organizaron el viaje hubieran comprado más comida y agua para los pasajeros. Pero los traficantes de seres humanos sólo piensan en embolsarse el máximo beneficio sin importarles las consecuencias. Los ancianos le reprochan que antes de partir Laovo no dijera nada a nadie. Desapareció de la aldea un día indeterminado de enero, viajó hasta Mauritania y allí embarcó el 20 de julio. Todos los pasajeros portaban amuletos cri – cri anudados al cuello, enlazados en la cintura y en los tobillos para impedir el daño que les pudieran desear los malos espíritus. Antes hubieran renunciado a un brazo o a una pierna que desprenderse de los fetiches.

Hasta el momento de embarcar en Mauritania casi nadie sabía nada de los demás. La mayoría se conocieron la noche de la partida. Ignoraban cuánto habían pagado los demás por el viaje y, de haber dicho cifras, se habrían engañado unos a otros para no quedar en evidencia, porque probablemente a cada uno le sacaron lo que pudieron, según lo que tenían y según su habilidad para regatear. Salvo unos pocos procedentes de poblaciones costeras, los pasajeros desconocían todo lo relativo a la mar y a la navegación. No sabían nadar, pero eso tampoco les hubiera salvado la vida en alta mar. Habían salido de la ciudad mauritana de Nuadibú, y el primero de los dos motores de la patera dejó de funcionar el tercer día del viaje en medio de una tempestad de viento que levantaba olas de varios metros por encima de la embarcación. El motor de reserva aguantó un solo día más. El cuarto día ya estaban a la deriva – así seguirían hasta el octavo – y el fuerte oleaje se había llevado al mar los escasos alimentos y casi toda el agua potable. Las embestidas de las olas dejaban dentro una espuma viscosa que les alcanzaba las rodillas. Tenían que achicar continuamente. El sexto día del viaje, segundo a la deriva por la avería del motor, amaneció con una atmósfera extraña, presagio quizá de un nuevo temporal, y un aire cargado de tragedia circulaba alrededor de la piragua. Los agotados pasajeros recibían con ansiedad las primeras luces del día para encaramarse a la borda y escudriñar el horizonte. Después se miraban unos a otros en un intento desesperado por encontrar en sus rostros la esperanza que no acababan de hallar en el mar. Habían perdido la cuenta del tiempo transcurrido desde la partida, y eran frecuentes las discusiones para determinar si llevaban cinco, seis o siete días en aquel bote sin rumbo. Intentaban contar los días por la meteorología. Los tres primeros estuvieron marcados por el buen tiempo, los dos siguientes por el vendaval. Tanto días al albur de las olas los mantenían mareados, confusos y cansados. Quizás era el agotamiento lo que les impedía pensar con más precisión. Desde el quinto día algunos habían empezado a delirar y creían que les estaban matando los espíritus mandados desde África. Debían de ser de las etnias animistas, que atribuyen la muerte a la actuación de un enemigo oculto. La mañana del sexto día murieron los dos primeros. La idea de que la muerte se había paseado por el cayuco durante la noche les trastornó todavía más. Hasta entonces, los días habían seguido un discurrir errático como el vendaval, y los pasajeros tenían los cuerpos llagados por las quemaduras del combustible. El agotamiento los mantenía inmóviles, y el frío de la noche acababa de matarlos. Atenazados, doloridos hasta la insensibilidad, probablemente ni ellos mismos se habían dado cuenta de que les llegaba el fin. Los echaron al mar. Para los otros cuatro muertos no tuvieron fuerzas.Hubieran sucumbido todos de no haber sido rescatados por el buque Salvamar Alpheratz el 28 de julio a cien millas de Tenerife. El viento encrespaba las olas a una altura de seis metros cuando localizaron la piragua y procedieron al rescate. El vendaval obligó a abandonar dos de los cuatro cadáveres que se encontraban en el interior del cayuco para no demorar el traslado de los supervivientes, ya que estaban al límite de la extenuación.

A primeros de agosto llegó Umaro a Tenerife a buscar el cuerpo de Laovo. Los datos que le ofrecieron la Policía y el juez eran los mismos que aparecían en el recorte de prensa que Umaro llevaba en la mano. Decía que 27 pasajeros salvaron la vida y tres fallecieron. Otro murió poco después en el trayecto hasta el puerto. El informe oficial indicaba que dos cuerpos quedaron a la deriva dentro de la embarcación y fueron recuperados días más tarde a 80 millas de La Gomera. Cinco fallecidos, entre los que estaba Laovo, identificado como Musa Cande, y un niño de unos 12 o 13 años. Umaro es de natural conformista, y sus creencias le llevan a pensar que cuando alguien muere es por voluntad de Alá. No hay culpables. Pero sintió la necesidad de saber lo ocurrido durante la travesía. Además, debía reconocer el cadáver y llevarlo al pueblo para ofrecerle un funeral digno. Decidió preguntar por el paradero de algún superviviente a su tío Suleiman, residente en Lanzarote, que conoce a todo el que viaja a bordo de los cayucos. Por él supo que al menos dos supervivientes estaban en Lisboa y decidió ir a buscarlos.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)