Morir por Alcorcón

Canarias 7, 25-01-2007

Federico Abascal
La repercusión mediática de las algaradas juveniles en Alcorcón (Madrid) se debería en parte a su novedad, a la sorpresa ciudadana ante la acumulación y el desbordamiento de pasiones agresivas en unos centenares de muchachos, mal dotados seguramente de un buen equipamiento intelectual. La culpa de esa crecida de emociones adversas no es de nadie, de momento, pero debe añadirse que la integración social no debe ser un proyecto político sino una realidad en permanente desarrollo. Y la paz, entreverada de conflictos menores, que venía disfrutando esta población densamente poblada de familias trabajadoras, nacida como ciudad-dormitorio de Madrid, no reflejaba precisamente una convivencia ejemplar entre la juventud autóctona y la inmigrante, latinoamericana en su mayoría, a la luz de los motivos que las distanciaban, como el control de unas canchas deportivas o el dominio sobre una zona urbana.

Nada tendrían que ver estos sucesos con las revueltas en los barrios periféricos de París, pues en Alcorcón, hasta ahora, nadie ha arremetido contra el sistema, aunque entre los organizadores de las concentraciones del próximo fin de semana haya detectado la policía personas anti-sistema y grupos radicales, cercanos a los “okupas” o de etiqueta neonazi. En Alcorcón todo empezó entre jóvenes allí empadronados y, como en la buena literatura sentimental, por el amor de dos hombrecitos a una misma chiquilla. Y con nacionalidades diferentes en los protagonistas. Pelea inicial, información por las cadenas de amistades y levantamiento de los barrios en guerra para vengar o defender a sus héroes respectivos. Se ha hablado de racismo y xenofobia…, lo cual puede ser cierto, aunque no grave, pues hasta ahora en esas zonas dormitorios de Madrid no se habían manifestado actitudes contrarias a la inmigración ni a las etnias diferentes a la autóctona, tan mestiza de siglos.

Si un grupo de ecuatorianos o dominicanos, por ejemplo, controla y monopoliza unas canchas deportivas, los indígenas sin fácil acceso a ellas lógicamente se enfurecerán, y su enfado identificará por su nacionalidad a los ofensores, lo que no debiera confundirse con racismo. Y tampoco parece, según fuentes autorizadas de la policía, que en Alcorcón funcionen bandas latinas sino, más bien, grupos de barrio, integrados por chicos más o menos aquejados de cierta asfixia en el razonamiento, pues habría que tener el razonamiento cegado para compartir con el grupo la vocación y el deber de “morir por Alcorcón”, fin esencial de una de las pandillas implicadas en los recientes sucesos. En esas mentes por las que deberían pedirse responsabilidades a las escuelas que las desatendieron es donde opera el fundamentalismo islámico para recaudar terroristas suicidas al servicio de la yidah.

Pero la responsabilidad es más amplia y vertical que la estricta de la escuela. Todo empieza en la familia, y en Alcorcón no habría mayor número de familias desestructuradas que en otras ciudades pequeñas, más bien menos por la identificación de la población con el trabajo. Y luego vienen, junto a la escuela, los servicios deportivos y de ocio de los ayuntamientos, y aquí habría desatendido el municipio los espacios deportivos en los que fomentar la convivencia, dado que en ellos ha nacido o crecido la hostilidad. Y más arriba, la pantalla de los representantes políticos, muchos de los cuales se comportan como matoncitos de barrio, sólo que en perjuicio de todos nosotros y, especialmente, de los jóvenes de Alcorcón, ya que están ahora en candelero mediático.
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