ATENTADO / DE LA MISERIA A LA T-4

CARLOS, CON SUS 300 EUROS MENSUALES, DOBLABA EL ENVIO MEDIO DESDE ESPAÑA

El Mundo, 07-01-2007

La indígena María Basilia Sailema, madre de Carlos Alonso Palate, se desplaza descalza por el patio de la casa. Las irregularidades del suelo, salvaje, sin asfaltar, no hacen mella en unos pies acostumbrados a no llevar zapatos. Basilia tampoco tiene ojos que la ayuden a sortear los posibles obstáculos. Anda a tientas desde que hace 30 años perdió toda la visión . CRONICA la visita, en su casa en la comuna indígena de San Luis de Picaihua, en Ambato, una ciudad de 200.000 habitantes a dos horas de Quito, el jueves, pocas horas antes de que llegue el cadáver de su hijo, amortajado en ataúd de zinc.


Basilia no ha salido de casa en toda la semana de tensa espera y angustia. Ansiosa de noticias, los familiares y amigos la guían de un lado a otro de la casa mientras ella se limita a sollozar – «¡no hay derecho, no hay derecho!» – y a secarse las lágrimas con la manga o la solapa de una mugrienta chaqueta negra. Viste falda ancha del mismo color, agujereada y sucia. Dos trenzas negras asoman del sombrero indígena, igualmente polvoriento, que cubre su cabeza.


A la vivienda familiar, perdida en medio de la nada, se llega después de atravesar la angosta carretera empedrada que une Picaihua y Ambato en 20 minutos. La casa huele a humo y humedad y un puñado de gallinas y la perra de la familia, Juanita, entran y salen de ella a su antojo. Tres camas, una vieja nevera, un par de armarios, una cocina de gas, decenas de zapatos viejos y granos de maíz esparcidos por el suelo es todo el inventario de la estancia.


NI DINERO NI SALUD


En estas míseras condiciones viven la madre de Carlos Alonso Palate, su abuela María Angelina y sus tres hermanos. La familia no ha sido agraciada con el don del dinero ni tampoco con el de la salud. La ceguera genética de la madre afecta parcialmente también a Jaime, 22 años, el pequeño de los hermanos Palate. Luis, 25 años tampoco puede trabajar debido a la epilepsia que sufre y a los heredados problemas en la vista. La plata que aporta la hermana sana, María Elvira, quien trabaja esporádicamente en el campo, no da para casi nada. El padre murió hace cuatro años.


El sostén de los Palate Sailema, como del 14% de los ecuatorianos, eran los 300 euros al mes que Carlos enviaba desde Valencia, el doble de lo que giran sus compatriotas emigrados como media.


Paradójicamente, la muerte de Carlos Palate aliviará definitivamente las enormes necesidades de la familia. A uno de los hermanos, Luis, le han ofrecido entrar en la plantilla de vendedores de la ONCE en Valencia. El joven indígena, desplazado a Madrid para seguir la búsqueda de su hermano, parecía un extraterrestre en el hotel de cuatro estrellas donde se ha alojado a los familiares de las víctimas. Rodeado de tapices, lujosas lámparas y una nube de cámaras, su tío, residente en Valencia, lo llevaba prácticamente de la mano de la habitación al vestíbulo y viceversa.


Además del trabajo prometido, Basilia y sus hijos cobrarán una indemnización que podría rondar los 240.000 euros. Una fortuna que difícilmente secará sus lágrimas.


Ninguno de los hermanos Palate ha pisado una escuela. Si el índice de analfabetismo entre la población indígena ecuatoriana ronda el 38% en las zonas rurales como Picaihua se eleva al 49%. El desafortunado Carlos Alonso Palate tampoco supo lo que era sentarse en un pupitre. Aunque poco después de cumplir la mayoría de edad ingresó un año en el ejército. Luego ejerció de albañil, fabricante de calzado, agricultor, ganadero… «A mi ñaño le gustaba bastantísimo trabajar porque siempre fue disciplinado y responsable», lo loa su hermano Luis, a escasos metros de la casa que pagó el mayor de los Palate y donde Carlos ha sido velado durante 24 horas.


El joven fue enterrado ayer envuelto en la bandera roja de su equipo, el Nacional. A Carlos, sus amigos de la liga de fútbol de Picaihua lo llamaban El Petrolero, porque era «bien morenito» de tez. En medio de la sierra ecuatoriana, en una cancha de arena y piedras, se reunía todos los martes y jueves con los integrantes de El Nacional de Picaihua, el nombre con el que bautizaron su equipo en honor al otro Nacional, que hace un mes se proclamó campeón de la liga ecuatoriana.


Los de Picaihua se hicieron con la victoria en la liga parroquial «hasta cinco veces», relata orgulloso Morales Amable, uno de sus compañeros de juego. «Era bueno, sí señor… Tenemos que hacerle un homenaje», dice en medio de la pista embarrada por las lluvias.


LA TIERRA DE LAS FLORES


Sólo un par de viejos palos sostienen lo que se supone que es la portería. A lo lejos, montañas y más montañas sembradas de frutas, rosas, maíz y papas, principales cultivos de la región. No hay más para ganarse la vida en esta zona atravesada por la imponente cordillera de los Andes, con un 30% de población indígena y aún resentida por la erupción del cercano volcán Tungurahua, ocurrida en julio, que supuso pérdidas por más de 20 millones de euros y la destrucción de 23.000 hectáreas cultivadas.


Carlos Alonso llamó al celular de uno de sus tíos inmediatamente para saber si les había ocurrido algo. Llamó también el 11 – M para aliviarlos. Él estaba bien, pero uno de sus paisanos, Angel Manzano, también de Ambato y también emigrado a España falleció en el atentado de Atocha.


«Se pasaba el día haciendo broma; yo nunca le vi enojado, ni cuando perdíamos», relata Rodrigo Sailema, otro de sus amigos de la infancia. El mismo día que el Nacional ganó al Olmedo y se proclamó campeón, el 17 de diciembre, Carlos llamó a sus compadres: «Lo logramos hermano, somos bicampeones…», alcanzaron a escucharle desde Valencia, a donde había emigrado cinco años atrás.


Semanas antes del atentado, le había comentado a su madre su deseo de retornar a su tierra en 2007. «No hay derecho, no hay derecho», sigue lamentándose la anciana.

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